Por: Moisés Wasserman
Las encuestas por Twitter no sirven para nada (si uno considera que engañar es inútil). El universo de los encuestados nunca es representativo de la población general. A veces participan solo los amigos de un personaje; otras veces, sus enemigos. Así vemos ganando en las encuestas a quien luego pierde las elecciones.
Yo confieso haberlas usado, no para saber lo que piensa la mayoría sino para oír voces que usualmente no oigo. Sé que esas encuestas no miden las opiniones, apenas las hacen evidentes. Hace unos días escribí: “Veo mucha gente que dice que la Tierra sin humanos sería un lugar estupendo. Es posible, lo malo es que nadie se enteraría”.
Hubo likes que, asumo, eran de quienes estaban de acuerdo con la afirmación. Los comentarios en contra fueron abundantes. La mayoría de las respuestas eran declaraciones de entusiasmo ante esa perspectiva: “¡Qué bueno!, ojalá que desaparezcamos pronto; sobran 9 de cada 10, y el décimo tampoco sirve para mucho. Está ‘demostrado’ que también los animales y las plantas piensan (alguien añadió también los minerales). Dios se complacería en ver su jardín, por fin, en paz. ¿A quién puede importarle que alguien se entere? Nos creemos lo mejor pero somos lo peor, los otros seres vivos estarán de fiesta”.
Somos la única especie consciente de estos hechos y que ha podido desarrollar una moral que la hace solidaria con las otras, y que la impulsa al autocontrol y la conservación
Parece un chiste, pero el tono de los mensajes era serio, y estaba cargado de la más pura y sagrada indignación contra esta “especie maldita”. Indignación basada en el convencimiento de su propia superioridad intelectual y moral (muy poco sustentado) y en una gran vanidad disfrazada de modestia.
Era verdadera mi afirmación de que si desaparecen los humanos, nadie se va a dar cuenta de que la Tierra es un buen lugar. Ningún otro animal (menos vegetal y mineral) tiene la capacidad de entender que vive en un gran planeta. La especie humana es la única que posee una memoria que sobrepasa la experiencia del individuo solitario y se remonta miles de años. Es la única capaz de construir hipótesis sobre el futuro. Es la única que relaciona ese pasado con el presente y el futuro, y que sitúa todo eso en una geografía más amplia que el lugar en donde vive. Sus idiomas son sofisticados, pueden transmitir ideas abstractas, que se traducen con exactitud, e incitan a las mismas emociones en culturas diferentes, a miles de kilómetros de distancia.
Algunos autores (E. O. Wilson, por ejemplo) piensan que los humanos somos una especie eusocial, es decir, una que vive en muy grandes comunidades y reparte sus funciones con eficiencia. En los últimos 400 millones de años, entre cientos de miles de líneas evolutivas, apenas han surgido unas 20 eusociales. Mayoritariamente insectos, como las hormigas y las termitas; algunos camarones y solo tres mamíferos; unos topos en África y Asia y (si se acepta la hipótesis) los humanos. Esta organización social les ha dado una inmensa capacidad de crecer. Aunque hay millones de especies de insectos, la mitad del peso global de insectos en el mundo corresponde a hormigas y termitas. No es de extrañar que los humanos nos hayamos expandido, a veces desplazando a otras especies.
Sin embargo, somos la única especie consciente de estos hechos y que ha podido desarrollar una moral que la hace solidaria con las otras, y que la impulsa al autocontrol y la conservación. Es la única con la capacidad tecnológica para lograrlo. Esas condiciones se van a imponer.
Para reforzar el desasosiego, se escucha por estos días en la radio una propaganda en la que un joven aboga con pasión por la extinción de nuestra especie. Esta tendencia merecería un capítulo en la Historia natural de la estupidez humana (de Paul Tabori). En la última página, el autor señala cautelosamente: “Fin del libro… porque la estupidez no lo tiene”.