Klaus Ziegler, El Espectador, Bogotá, septiembre 14 de 2010
Terry Jones, un pastor del centro cristiano fundamentalista de Gainesville, Florida, desistió finalmente de la idea de convidar a sus feligreses a quemar copias del Corán en el noveno aniversario de los ataques del 11 de septiembre.
Su invitación es una respuesta provocadora al proyecto de la comunidad musulmana de erigir una gran mezquita de quince pisos a solo dos manzanas de la llamada zona cero, lugar del peor atentado terrorista en la historia de Estados Unidos.
A pesar de que la Primera Enmienda de la Constitución estadounidense ampara la decisión de Jones, existe una difusa línea divisoria que separa la libertad de expresión, de acciones que puedan resultar intimidantes o que inciten a la violencia. Es difícil saber si las amenazas de Jones, o si la construcción del centro islámico a los pies de la zona cero traspasan esta borrosa línea. Lo que está claro es que estos actos, legales o no, son absurdos, y lo son porque de ellos no se deriva ningún beneficio, mientras que sí contribuyen a fomentar el fanatismo y la intolerancia religiosa.
El filósofo y profesor de Stanford, Sam Harris, ha argumentado, con razón, que no hay que ser un lunático para perseguir y asesinar en nombre de la fe. Tanto la Biblia como el Corán han servido para justificar la violencia contra los infieles: “Dios es el enemigo de los incrédulos”, se lee en el Corán (2:98). “Dios maldice a los infieles; ellos han desatado su ira inexorable” (2:89); “Les espera el castigo más ignominioso” (2:90)… “No se diga que los caídos en la guerra santa están muertos. Están vivos, solo que no los vemos” (2:154)…
La quema de herejes, el genocidio de miles de protestantes, la persecución a moros, a judíos, y a los detractores de la fe católica, fueron actos perpetrados en nombre de Dios por individuos que encontraron apoyo moral en preceptos consignados en las Sagradas Escrituras. Y los diecinueve terroristas del 11 de septiembre no eran precisamente pacientes siquiátricos que alucinaban con visiones del profeta Mahoma. Por el contrario, eran individuos racionales, reflexivos, con un alto nivel de educación, convencidos de que serían recompensados en el más allá si se inmolaban en nombre de Alá.
El Islam, como fue el cristianismo en su momento, es una religión en la que no hay lugar para los enemigos de la fe. Los mártires musulmanes, como los primeros mártires cristianos, no albergan ninguna duda sobre la realidad del Paraíso, y están convencidos de la necesidad del sacrificio como medio para alcanzarlo. Es innegable que estas dos grandes religiones se han empeñado a lo largo de los siglos en convertir por la fuerza a los incrédulos, perseguir a los herejes, exterminar a los apóstatas, y hacer de su fe la única; la verdadera.
Tienen algo de razón aquellos que afirman que el mundo musulmán está viviendo su propia Edad Media. De acuerdo con el reporte de las Naciones Unidas sobre desarrollo humano, menos de 2% de los árabes tiene acceso a Internet. Y aunque representan el 5% de la población mundial, solo producen el 1% de los libros del mundo, casi todos religiosos (España traduce más libros al español anualmente que todos los libros que se hallan traducidos al árabe, por árabes, desde el siglo IX).
Un columnista de este diario escribía hace unos días en un arrebato de sensiblería poética: “yo puedo sentir en las páginas de la Biblia y del Corán el soplo de la sabiduría, el viento de la profecía…”. Quizá carezca de la sensibilidad del escritor, porque todavía no he podido encontrar la sabiduría en un libro como el Antiguo Testamento, en el que se afirma que el mundo es plano, con cuatro esquinas, y que ocupa el centro del universo, lo que apenas corresponde a la imaginación de unas tribus ignorantes y paupérrimas.
Ni tampoco he visto la justicia, el amor, o la compasión de un Dios que considera “una doble falta dar luz a una hembra”, y que autoriza al marido a asesinar en público a su esposa si sospecha que no es virgen. Ni he podido apreciar el mágico encanto de un libro como el Corán, que ha servido para que se subyugue a la mujer hasta el punto de que se le fuerza a deambular cubierta de pies a cabeza, como si su feminidad fuera motivo de vergüenza. Un libro que en algunos países islámicos se invoca para lapidar a las adúlteras cuando las autoridades religiosas lo consideran un deber moral.
No es sorprendente que a un fanático como Jones se le pueda ocurrir semejante sandez, como invitar a quemar un libro como el Corán. Este desagradable personaje hace parte de ese grupo en ascenso de religiosos fundamentalistas de ultra derecha que predican sin tapujos el odio a los homosexuales, la xenofobia y el racismo, y que conocen mejor que nadie los réditos que trae ocupar las primeras planas de los diarios cuando se está metido en el sórdido negocio de los comerciantes de la fe.