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Biocombustibles: una promesa fallida

Oct 14, 2011

David Biello, Investigación y Ciencia, septiembre 2011, número 420

La sustitución del petróleo por combustibles de origen vegetal entraña mayores dificultades de las que se pensaba.

La apuesta de Range Fuels era arriesgada pero seductora. Esta empresa, fundada por Mitch Mandich, antiguo directivo de Apple, logró atraer millones de dólares de capital privado y hasta 156 millones de dólares en subvenciones y créditos del gobierno de EE.UU. Proyectaba la construcción de una gran planta de biocombustibles que transformaría 1000 toneladas diarias de astillas de madera y desechos de la industria papelera en más de un millón de litros de etanol. Durante la ceremonia de apertura, en noviembre de 2007, el entonces secretario de Energía de EE.UU., Samuel Bodman, declaró que habían seleccionado a Range Fuels por considerarla la “flor y nata” del sector.

A principios de este año, Range Fuels cerraba su recién estrenada refinería biológica sin haber vendido ni una gota de etanol: convertir biomasa en carburante líquido había resultado mucho más difícil de lo previsto. Ahora, la maquinaria continúa acumulando polvo mientras la empresa busca más financiación. El caso de Range Fuels no es ni mucho menos el único. Empresas como Cilion o Ethanex Energy, entre otras, han abandonado la producción de biocombustibles debido a unos costes excesivos. A pesar de las esperanzas de científicos, empresarios y políticos, de las inversiones de cientos de millones de dólares y de décadas de esfuerzos concienzudos, la posibilidad de obtener un biocombustible que compita en precio y prestaciones con la gasolina continúa siendo una quimera. El fracaso resulta especialmente desalentador. Hasta hace pocos años, los biocombustibles se consideraban la solución ideal a dos grandes problemas: la dependencia del petróleo y el cambio climático. El terrorismo y el encarecimiento del crudo habían convertido el petróleo de Oriente Medio en una preocupación creciente; al mismo tiempo, el calentamiento global acentuaba la necesidad de encontrar otros combustibles. En teoría, dado que las plantas absorben dióxido de carbono del aire, el empleo de combustibles de origen vegetal debería enlentecer la acumulación de gases de efecto invernadero en la atmósfera. La afirmación de que los biocombustibles no han satisfecho las expectativas podría resultar chocante, en vista del rápido ascenso de la producción de etanol en EE.UU.: de 190 millones de litros en 1979, se ha pasado a casi 50.000 millones en 2010. Sin embargo, este crecimiento no obedece sino al mandato gubernamental de suministrar el 10 por ciento del combustible para el transporte de pasajeros, y solo se ha sostenido gracias a las cuantiosas subvenciones estatales. El ahorro neto en emisiones de dióxido de carbono que se consigue con el etanol –si es que se logra alguno- es mínimo. Y, por si fuera poco, la producción de esos 50.000 millones de litros consumió el 40 por ciento de la cosecha nacional de maíz (13 millones de hectáreas). En consecuencia, subieron los precios de los alimentos y se creó una enorme “zona muerta” en el golfo de México, donde el Mississippi vuelca todos los fertilizantes que absorben los campos de maíz del Medio Oeste.

Otros biocombustibles quizá careciesen de tales inconvenientes. En lugar de emplear el grano comestible, el etanol podría obtenerse a partir de la cáscara y el tallo del maíz, así como de algunas hierbas e incluso árboles, como pretendía Range Fuels. Para ello se utilizan las partes de la planta ricas en celulosa, las cuales no sirven de alimento ni para personas ni para el ganado, por lo que no afectaría el precio de la comida. Otra opción consistiría en producir combustibles líquidos a partir de algas, las cuales convierten con gran eficiencia el agua, el CO2 y la luz solar en aceites aptos para la síntesis de hidrocarburos. Aún mejor, también podrían crearse microorganismos manipulados genéticamente que segregasen hidrocarburos.

Hoy por hoy, ninguna de las propuestas anteriores resulta viable desde un punto de vista económico. Según la Ley de Combustibles Renovables de la Agencia de Protección Ambiental (EPA) estadounidense, en 2011 el país debería haber alcanzado una producción de 400 millones de litros de etanol de celulosa al año. El año pasado, la EPA rebajó ese objetivo hasta los 25 millones de litros; ahora tan siquiera garantiza esa cifra. La experiencia reciente parece indicar que los avances necesarios para hacer viable la producción de biocombustibles quizá resulten más difíciles. Aún más lejos queda la meta de los 136.000 millones de litros por año para 2022, establecida por el Gobierno de EE.UU. como posible solución a la dependencia energética y el cambio climático. Según Timothy Donohue, microbiólogo y director del Centro de Investigación Bioenergética de los Grandes Lagos en Madison, uno de los tres laboratorios del Departamento de Energía estadounidense que investiga en biocombustibles avanzados, se trata de un objetivo difícil: “El reto no es en absoluto menor que el de las células madre ni que el de cualquiera de los grandes proyectos científicos que haya acometido el país”.

ETANOL DE MAÍZ: INSUFICIENTE

Hasta ahora, el único biocombustible comercializado en EE.UU. es el etanol. La razón obedece a las subvenciones estatales: según la Oficina de Gestión y Presupuestos de la Casa Blanca, en 2010 estas ascendieron a 5680 millones de dólares. El etanol se obtiene a partir del maíz, por fermentación. Durante los últimos 9000 años, los humanos hemos perfeccionado el uso de enzimas y de levadura para fermentar los azúcares de los granos de maíz, de la caña de azúcar o de otras plantas. La producción estadounidense se ha disparado en el pasado decenio gracias a una densa infraestructura de molinos de maíz, tanques de fermentación y otros equipos que han brotado por todo el Medio Oeste como setas después de la lluvia.

Por desgracia, la eficiencia energética del etanol de maíz no es mucha. Se requieren grandes cantidades de energía para destilar el etanol de la mezcla de agua y levadura en la que ha fermentado, y esa energía suelen aportarla los combustibles fósiles. Después de tanto trabajo, un litro de etanol solo suministra al vehículo dos tercios de la energía de un litro de gasolina.

Puede que el etanol de maíz nunca logre competir con la gasolina si no goza de subvenciones. Además, su producción viene limitada por la cantidad de tierra fértil disponible. En octubre de 2010, el servicio de Investigaciones del Congreso estadounidense señalaba que, aún si toda la cosecha de maíz del país en 2009 (año en que marcó un récord) se hubiese dedicado a la producción de etanol, solo habría reemplazado al 18 por ciento del consumo nacional de gasolina. Se concluyó, pues, que el fomento de la producción de etanol de maíz no conseguiría reforzar en grado apreciable la seguridad energética.

J. Craig Venter, cofundador de Synthetic Genomics, la empresa que algún día podría convertirse en una fábrica de algas artificiales, apunta de manera más incisiva al problema de la escasez de tierra. Calcula que sustituir por etanol de maíz todo el combustible necesario para el transporte en EE.UU. exigiría cultivar un terreno tres veces mayor que el área continental del país.

CELULOSA: DESCOMPOSICIÓN DIFÍCIL

No hay duda de que destinar a la fabricación de combustible toda la producción nacional de maíz privaría de alimentos a personas y ganado. Por ello, el foco de interés científico y político se ha dirigido hacia el etanol de celulosa. Este no se obtiene del grano, rico en almidón, sino de los desechos de la planta, por lo que no repercutiría en la alimentación. Esa celulosa residual podría proporcionar enormes cantidades de energía. Según el Laboratorio Nacional de Oak Ridge, la producción estadounidense de material rico en celulosa de maíz ascendería a 1400 millones de toneladas por año, el 80 por ciento de las cuales podrían convertirse en biocombustibles. Eso reemplazaría al 30 por ciento del carburante destinado al transporte.

El problema principal consiste en descomponer las células de la planta para llegar hasta la celulosa. La pared celular contiene lignina, un compuesto que sostiene la pared y que impide a los animales digerir la madera. Luego viene la hemicelulosa, una larga fibra de azúcares que se adhiere al soporte de lignina y sirve de protección contra las enzimas. Solo después se llega al núcleo fibroso de celulosa: largas cadenas de moléculas de glucosa donde se encuentra la energía que se aprovechará en el combustible.

Las hormigas cortadoras de hojas han inspirado un método para superar las barreras orgánicas. En el Centro Bioenergético de los Grandes Lagos, estos insectos pululan en recipientes de plástico. Allí cavan pequeños hoyos donde cultivan los hongos encargados de procesar las hojas y convertirlas en aceites y aminoácidos, el verdadero alimento de los insectos. Para ello, ciertos microorganismos del tracto digestivo de las hormigas reducen primero las hojas a fragmentos minúsculos, que luego las hormigas obreras trasladan hasta los hoyos de compostaje. Otro conjunto de microbios segregado por las hormigas convierte esos fragmentos, con agua añadida, en gotas de lípidos. En esencia, las hormigas construyen un “intestino externo” que transforma la celulosa en combustible. Un modelo en miniatura para una fábrica. Lo que se propone el laboratorio es, según Donohue, utilizar esos mismos microorganismos, o bien aislar el material genético que codifica sus enzimas y utilizarlo en un proceso industrial para arrancar la pared celular.

Otra fuente de inspiración procede del ganado vacuno. Al masticar la hierba y lavarla en saliva, las vacas descomponen las células: después, en el tracto digestivo, un enjambre de microorganismos fermentan el bolo alimenticio y lo transforman en lípidos, los elementos grasos de los combustibles. Con el fin de emular la masticación de la vaca, los expertos han intentado reventar las paredes celulares con vapor o bañarlas en líquidos compuestos por moléculas dotadas de carga eléctrica. La compañía HCL Cleantech disuelve las plantas en ácido clorhídrico concentrado para acceder a la celulosa del interior de las células. Para mantener el bajo coste, recicla después el ácido.

Otro procedimiento consiste en el uso de celulasas, una familia de enzimas a las que pertenece la que usan las termitas para hacer comestible la madera. Solo una de ellas se encuentra comercializada –la de la compañía danesa Novozymes- y cuesta unos 9 céntimos de euro por litro, más de 10 veces el precio de las enzimas utilizadas para la fermentación etílica tradicional. Cynthia Bryant, gerente para el desarrollo mundial de Novozymes, reconoce la necesidad de reducir los costes de la enzima para que la industria pueda echarse a andar. La empresa Codexis, radicada en California, intenta obtener una enzima más asequible a partir de una criba de miles de versiones naturales y combinarlas hasta conseguir una enzima híbrida que dé mejor resultado en la fábrica que en la naturaleza. Esta compañía también se dedica a la manipulación de los genes responsables de la creación de enzimas en las células, con la esperanza de producir una enzima aún mejor.

Sin embargo, aunque se logre dar con una enzima excelente, descomponer la celulosa lleva tiempo, puesto que la cadena de procesos biológicos implicados es lenta. En consecuencia, la producción en masa se prevé difícil. Pero ¿qué ocurriría si fueran los mismos cultivos, como el maíz o el pasto, los que produjesen las enzimas que descomponen la celulosa? Las enzimas permanecerían en las células a la espera de que el calor o algún otro agente industrial las liberase y la celulosa se degradaría en azúcares con rapidez y comodidad.

El gigante agroindustrial suizo Syngenta ha concebido un método para dotar a los granos de maíz de la capacidad para producir enzimas, a fin de que los propios granos puedan convertir en almidón un azúcar cuando se les someta a las condiciones adecuadas de temperatura, humedad y acidez. A pesar de las objeciones de ecologistas y fabricantes de alimentos, como la Asociación Norteamericana de Molineros, el Departamento de Agricultura de EE.UU. ha aprobado el proceso. Las semillas de Syngenta saldrán a la venta este año. Ello demuestra que puede obtenerse combustible a partir del maíz, pero no resuelve los problemas derivados de destinar la planta a la producción de combustibles en lugar de a la de alimentos. Por su parte, la empresa Agrivida espera poder aplicar la técnica a la celulosa de los desechos de maíz o a la obtenida a partir de pastos cultivados expresamente para ese fin.

Pero puede que las enzimas autogeneradas no basten para obtener etanol de celulosa a un precio asequible. Como afirma Patrick R. Gruber, de la compañía biotécnica Gevo, el coste de los azúcares liberados no debería superar un tercio del de un barril de crudo, ya que después ha de añadirse el coste de refinar los azúcares para obtener combustible líquido. En conclusión, Gevo y otras empresas, como Virent, sostienen que los biocombustibles avanzados tan siquiera pueden competir con los precios más elevados de la gasolina. Todas esas compañías están perdiendo el interés por el etanol y se encuentran modificando sus procesos para convertir los azúcares –ya sean de celulosa o de caña de azúcar- en otros compuestos, como los precursores de los plásticos para botellas, cuyos precios actuales decuplican el de los combustibles fósiles.

Aun cuando el azúcar de la celulosa llegase a resultar competitivo, su empleo conllevaría un notable deterioro agrícola y ambiental. Los residuos de maíz suelen dejarse en el campo tras la recolección y, al descomponerse, actúan como abono. Empacar y sacar del lugar toda esa biomasa puede acelerar la degradación del suelo e impedir que admita nuevos cultivos. Expertos como Jeffrey Jacobs, vicepresidente del sector de hidrógeno y biocombustibles en Chevron Technology Ventures, estiman que, para no comprometer la seguridad del terreno, no podrían extraerse más de 80 millones de toneladas de material rico en celulosa de los campos de EE.UU. Una vez convertidas en etanol, no cubrirían más del 3 por ciento de la demanda nacional de gasolina.

En lugar de emplear residuos de maíz, algunas petroleras que buscan materias primas más baratas, como Royal Dutch Shell, invierten en etanol fermentado a partir de caña de azúcar, la cual proporciona más energía y cuyo cultivo resulta más sencillo. Tras 40 años de trabajo, Brasil cuenta con una infraestructura que produce al año unos 26.500 millones de litros de etanol de caña de azúcar. Según explica Jeremy Sherars, directivo de bioinnovación de Shell, la compañía ha formado, junto al fabricante brasileño Cosan, una empresa mixta llamada Raizen para producir 2200 millones de litros al año de dicho combustible. Sin embargo, un crecimiento tan acusado agravaría la destrucción de los hábitats naturales en Brasil y favorecería la deforestación de la selva amazónica. “La destrucción del planeta no vendrá de la mano de los biocombustibles obtenidos a partir de cultivos tradicionales, pues ahí todo el mundo parece aceptar que existen límites. El problema radica en los biocombustibles de celulosa”, observa el experto agrónomo Timothy D. Searchinger, de la Universidad de Princeton. “Hablamos de un efecto descomunal sobre el uso de la tierra y la biodiversidad mundial”.

ALGAS: MUERTE O ASESINATO

Algunos han optado por considerar un organismo mucho más eficiente que las plantas a la hora de convertir la luz del sol en energía química: las algas microscópicas. Ciertas variedades aprovechan un tres por ciento de la radiación solar que reciben para fabricar materia vegetal; en cambio, el maíz o la caña de azúcar no pasan del uno por ciento. Gracias a la fotosíntesis, estos organismos fabrican las grasas que después pueden convertirse en combustible.

El cultivo de algas no necesita tierras de labor. Crecen hasta en el desierto, pueden regarse con agua salada e incluso con aguas residuales, por lo que no amenazan ningún cultivo destinado a la alimentación ni consumen recursos preciosos, como el agua dulce. La eficiencia del proceso promete hasta 40.000 litros de combustible por hectárea. Según Venter, para sustituir por aceite de algas todo el combustible dedicado al transporte en EE.UU. habría que explotar una extensión de unos 35.000 kilómetros cuadrados. En el caso del etanol del maíz, la superficie necesaria abarcaría el triple del área continental del país. “La diferencia es enorme”, señala Venter. “Una solución es factible, la otra, simplemente absurda”.

Sapphire Energy es una de las empresas que investiga el cultivo de algas. Para ello, ha dispuesto una serie de estanques ovales a lo largo de nueve hectáreas de desierto en el estado de Nuevo México y proyecta una ampliación de 120 hectáreas. En su caso, sería la primera planta integrada de producción de algas en EE.UU. La compañía ha conseguido una subvención de 50 millones de dólares del Departamento de Agricultura y la garantía de un crédito de 54,5 millones por parte del Departamento de Energía. Las algas crecerían en un medio salino –los acuíferos que discurren bajo Nuevo México- y el aceite obtenido se enviaría a una refinería de Luisiana.

Pero la producción de biocombustibles a partir de algas tropieza con múltiples problemas. Si el crecimiento tiene lugar en estanques abiertos, ¿cómo evitar que los microorganismos sucumban a los predadores, las plagas o la contaminación de los microbios naturales? Y si las algas crecieran en biorreactores, ¿cómo justificar los gastos en equipo e impedir que las algas se adhieran a las superficies interiores? ¿Podrían costearse los nutrientes (nitrógeno y fósforo) necesarios para fomentar su crecimiento? Una vez criadas, ¿cómo separar las células maduras para extraer el aceite sin gastar tanta o más energía que la que este proporcionaría? Muy pocas empresas han obtenido cantidades útiles de aceite de algas. Beneficios, menos aún.

Quizás el reto más importante resida en el hecho de que las algas producen hidrocarburos como mecanismo de defensa contra largos períodos sin luz solar o sin nutrientes. Es decir, lo hacen bajo una situación de estrés biológico, durante la cual el organismo crece muy despacio. Habría que hallar algún método contra natura que impulsase a las células a responder al estrés pero que, al mismo tiempo, las hiciera crecer con rapidez.

Sapphire ha examinado 4000 variedades de algas y elegido 20 para intentar mejorarlas. Si todo marcha bien, la instalación ampliada fabricaría cerca de cuatro millones de litros de aceite de algas al año, los cuales podrían refinarse para obtener diésel o combustible para reactores. Las células muertas se reciclarían (volverían a utilizarse en el proceso a modo de nutrientes), en vez de comercializarse como alimento para ganado u otros productos. “Se trata de una biomasa cara y no podemos prescindir de ella”, señala Tim Zenk, vicepresidente corporativo de Sapphire. “De tener que añadir una gran cantidad de nutrientes al proceso, sería imposible obtener beneficios”.

Por todo lo anterior, después de 18 años y tras un gasto de 25 millones de dólares, el Laboratorio de Energías Renovables de EE.UU. canceló en 1996 su programa de investigación sobre aceite de algas. Los expertos comprendieron que este jamás competiría con el crudo. Tras el cierre, se perdieron miles de variedades de algas caracterizadas. Las compañías que hoy rentabilizan la explotación de algas lo logran gracias a la producción de ácidos grasos como omega 3, que se vende como complemento alimenticio a un precio mucho mayor que el petróleo.

La única empresa que ha comercializado combustible de algas, Solazyme, lo hizo evitando la fotosíntesis. En 2010, la compañía entregó 76.000 litros a la Marina estadounidense. Si bien se trataba de un contrato que contemplaba la inversión en I + D, el monto total que recibió la empresa dividido por la cantidad de combustible arrojaba el resultado de 112 dólares por litro. Solazyme hace crecer las algas en el interior de cubas industriales similares a las utilizadas para la fermentación de insulina, pero las alimenta con azúcares en lugar de con luz solar y agua. Al igual que otras compañías, Solazyme se mantendrá en el mercado gracias a que fabrica productos más caros que el combustible; también vende aceites para cosméticos y se ha asociado con Dow Chemicals para obtener productos químicos especiales, como fluidos aislantes.

ORGANISMOS SINTÉTICOS: INCIERTO

Los productores de combustible de algas persiguen modificar el código genético de estos organismos a fin de superar los obstáculos anteriores. Sin embargo, aún no han dado con la combinación adecuada. Venter recorrió los mares durante todo un año en busca de variedades ventajosas sin encontrar ninguna claramente superior. Como era presumible, no es fácil hallar un organismo mágico que lo arregle todo. Una solución, por tanto, sería quizá fabricarlo.

Los investigadores han decidido empezar por manipular los genes de otros microorganismos, en especial los de Escherichia coli. Jay D. Keasling, director del Instituto Mixto de Bioenergía del Departamento de Energía de EE.UU., ha transformado E. coli en una eficiente fábrica biológica que convierte radiación solar, CO2 y agua en diferentes hidrocarburos; entre ellos, biodiésel. Con gran acierto, Keasling alteró la bacteria para que excretase el aceite, de manera que no hubiese que matarla para recogerlo. El aceite flota en lo alto de la cuba, de donde puede extraerse. La bacteria crece tres veces más de prisa que la levadura, prolifera en climas tropicales y exhibe una gran resistencia, ya que ha heredado la facultad de sobrevivir en las condiciones de anaerobia y toxicidad frecuentes en el tracto digestivo humano.

También aquí serán los hidrocarburos el primer mercado –en caso de que lo haya- de estas fábricas biológicas. La empresa Amyris ha manipulado levaduras para fermentar azúcares y obtener farneseno, el cual puede comercializarse directamente o transformarse en otros productos, como la escualana, un emoliente empleado en cosméticos de lujo. Su director financiero, Jeryl I. Hilleman, explica que la compañía ha comenzado por lanzar productos de precio elevado para producir después otros más baratos, como diésel y combustibles. Amyris acaba de abrir en Brasil su primera factoría, anexa a una planta de fermentación de caña de azúcar. Pero aunque se lograsen manipular organismos con gran acierto, puede que producir hidrocarburos que compitiesen con los combustibles fósiles resultase difícil. Venter sostiene que, a largo plazo, la solución consistirá en diseñar desde cero el código genético completo y controlar todos los parámetros. Su compañía ya ha creado una bacteria sintética que segregaba aceite, así como el primer organismo vivo cuyo código genético había sido sintetizado por completo. “Ahora estamos investigando miles de cepas y un gran número de modificaciones genéticas”, explica Venter. El enfoque anterior parece tan prometedor que ExxonMobil, el coloso de los combustibles fósiles, ha invertido 600 millones de dólares en la compañía de Venter. Pero los obstáculos principales tienen que ver con cuestiones de biología básica: hasta el genoma más pequeño posee cientos de genes misteriosos cuya función se desconoce. Los arquitectos de la biología como Venter pueden construir un genoma, pero se ignora qué genes hacen falta para obtener un microorganismo, resistente, rentable de mantener con vida y que produzca combustible en abundancia. Venter considera que el desafío supera al que supuso la secuenciación del genoma humano.

Incluso si alguien llegara a producir un organismo mágico, su viabilidad dependería de lo que costase alimentarlo. La fuente más económica en estos momentos es la caña de azúcar brasileña, empleada entre otros por Amyris y LS9, pero es aún demasiado cara para utilizarla como punto de partida para un biocombustible avanzado. Al igual que ocurre con las algas, las infecciones y otros accidentes pueden echar a perder las cubas de producción, un problema aún más agudo en el caso de los microorganismos especializados, mal adaptados para sobrevivir sin intervención humana. Y, desde luego, la producción en masa de biocombustibles resulta inevitablemente más lenta que el procesado del crudo.

El director técnico de Amyris, Neil Renninger, reconoce que en ningún caso lograrán reemplazar al petróleo: “El consumo de petróleo aumentará. Podríamos darnos por satisfechos si lográramos atender ese incremento en la demanda”. Un objetivo semejante requeriría, además, un hidrocarburo que pudiese circular por los mismos oleoductos que se usan hoy, que admitiese ser tratado en las mismas refinerías y que fuese apto para los mismos motores.

¿EL SUEÑO DE UN LOCO?

A la vista de la situación, Renninger y otros expertos opinan que deberíamos rebajar nuestras expectativas. Toda la energía que podrían proporcionar los cultivos actuales –incluidos los que sirven de alimento al ganado, los árboles de las madereras y los de la industria del papel- se estima en unos 180 exajulios, alrededor de un tercio del consumo de energía mundial. Aumentar esa cifra tal vez resulte inviable en un futuro cercano e implicaría notables repercusiones sociales y ecológicas. Searchinger propone como meta más factible una producción equiparable al consumo mundial de combustible para la navegación aérea.

La búsqueda de biocombustibles más rentables continúa, por lo que siempre cabe esperar innovaciones. Pero inversores y políticos deberían proceder con tiento y no arriesgar demasiado en el empeño. Otra opción la proporcionaría el transporte eléctrico, pero, hasta que eso ocurra, el grueso de cualquier alternativa al petróleo seguirán siendo el maíz y la caña de azúcar. Ello incrementará la presión sobre la agricultura mundial, que ya se esfuerza en proporcionar alimento a siete mil millones de habitantes, así como pastos y fibras a innumerables cabezas de ganado. Como señala el ecólogo G. David Tilman, de la Universidad de Minnesota: “Es posible vivir con diferentes tipos de transporte. Pero no podemos vivir sin comer”.

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