Inti Mesias, miembro de Herencia Ambiental
El pasado 15 de octubre finalizó en Bogotá la Cumbre mundial de líderes locales y regionales (CGLU), reunió a más de 300 personas, entre gobernantes locales y expertos en ordenamiento territorial. Estos eventos son de relevancia para la ciudadanía en tanto en ellos se exponen las ideas y los desarrollos urbanísticos que se pretenden impulsar en los diferentes territorios y son una oportunidad inmejorable para identificar las discusiones que en materia de planeación de las ciudades se están dando en el mundo.
De los foros organizados y de los compromisos derivados del encuentro (https://goo.gl/puuqSC) vale la pena resaltar dos importantes lecciones de ordenamiento urbano que deberían ser base de cualquier iniciativa encaminada a revitalizar, renovar o construir nuevos desarrollos urbanos en una ciudad como Bogotá y que han estado ausentes en la política pública de la administración de Enrique Peñalosa.
La primera lección es que todo proyecto de ordenamiento territorial (independiente de su escala) debe involucrar a las comunidades, a la gente que habita los territorios. Tanto la declaración final del evento como las intervenciones de Jürgen Bruns-Berentelg (Hamburgo, Alemania) o de Jang Yeong-HEE (Seúl, Corea del Sur), entre otros, enfatizan en la necesidad de construir ciudades para vivir donde la participación de las poblaciones es determinante. Se trata de hacer todo lo contrario a lo que ha hecho Enrique Peñalosa, quien ha impuesto de manera unilateral su visión frente a los desarrollos territoriales que requiere la ciudad como ha sucedido con los Cerros Orientales, con la destrucción de la reserva Van der Hammen, con la imposición del Plan de Renovación Urbana del CAN, el Centro ampliado, la intervención del Bronx, la PTAR Salitre entre tantos otros ejemplos, donde la antidemocracia y el desprecio por la gente es la norma.
Para alcaldes como Peñalosa, son los grandes ‘tanques de pensamiento’ internacional cómo la Universidad de New York, la fundación Bloomberg o el Instituto para el Desarrollo de Políticas para el Transporte (ITDP), los que deben definir como se ordenan los territorios en las ciudades colombianas. Lamentable visión que no sólo desconoce las capacidades técnicas e intelectuales de nuestras comunidades sino que atenta directamente contra nuestra soberanía.
La segunda lección reiterada por personalidades de la talla de Yvan Mayeur (Alcalde de Bruselas), Juan María Aburto (Alcalde de Bilbao) e incluso Mauricio Rodas (Alcalde de Quito) rayan en la obviedad que Peñalosa se niega a reconocer. La base de la movilidad en una ciudad debe ser el transporte masivo, público y multimodal. La única forma de desincentivar el uso del vehículo particular es garantizando un servicio de transporte masivo de calidad; y la única forma de lograr que sea de calidad es asegurando su carácter público, ya que cuando en la garantía de los derechos intervienen los privados estos lo hacen con ánimo de lucro. En otras palabras, poner en manos de privados un servicio público con tendencia al monopolio como es el transporte masivo, se iguala a poner a cuidar “al ratón el queso” en tanto que las utilidades del privado se derivan de disminuir el costo, es decir, de desmejorar el servicio. La mejor manera de entender este problema es observar la crisis de la salud en Colombia como resultado de su privatización.
Estas dos lecciones son elementos fundamentales de un gobierno local que conciba como base de su gestión el mejoramiento de las condiciones de vida de los ciudadanos. Negarlos, como lo hace Peñalosa, es planear y ordenar una ciudad para beneficiar a unos pocos constructores y especuladores financieros. Que el ordenamiento territorial que se avecina con los planes de renovación urbana, la modificación al Plan de Ordenamiento Territorial (POT) y la ampliación indiscriminada del negocio de Transmilenio beneficie realmente a la mayoría de habitantes de Bogotá depende de la organización y movilización democrática, base de cualquier cambio estructural en una sociedad.