El enigma de Copérnico Cualquiera de nosotros se ha admirado ante el bello espectáculo de un cielo nocturno adornado con miles de puntos brillantes. El sentimiento que en esos momentos nos embarga seguramente no es nuevo: debía existir en los Homo en cuyos cerebros hubiera evolucionado la consciencia. Cuando el lenguaje articulado fue una realidad biológica y social, los hombres pudieron narrar historias y terminaron personificando en diversos dioses las incontrolables y misteriosas fuerzas de (…)
El enigma de Copérnico
Cualquiera de nosotros se ha admirado ante el bello espectáculo de un cielo nocturno adornado con miles de puntos brillantes. El sentimiento que en esos momentos nos embarga seguramente no es nuevo: debía existir en los Homo en cuyos cerebros hubiera evolucionado la consciencia. Cuando el lenguaje articulado fue una realidad biológica y social, los hombres pudieron narrar historias y terminaron personificando en diversos dioses las incontrolables y misteriosas fuerzas de la naturaleza. Muchas de esas deidades pasaron a habitar los luminosos e inalcanzables cielos. La Luna y el Sol también se deificaron. Cuando se habla de la relación entre ciencia y literatura seguramente lo primero que se nos ocurre mencionar son las narraciones de ciencia ficción: salen así a la palestra las obras de Julio Verne; también se suelen citar, entre otras, las de Isaac Asimov, Fred Hoyle, Carl Sagan, etcétera. Ciencia y literatura se cruzan cuando alguien se embarca en la aventura de novelar la vida y obra de algún gran científico. Tal es el caso de la agradable novela, El enigma de Copérnico, cuyo autor, el astrofísico francés Jean- Pierre Luminet tejiendo una fina armazón entre la ficción y la realidad, nos sumerge en una narración que recrea la historia personal y científica de Nicolás Copérnico, el más grande hijo de Polonia. El doctor Luminet (1951) es un importante investigador en el campo de la siempre sorprendente astrofísica, adscrito al venerable Observatorio de París-Meudon donde lleva a cabo sus investigaciones sobre la emergencia y estructura del universo. Además de varias publicaciones especializadas, Luminet se dedica a la muy importante labor de la divulgación científica, la poesía y la novela. La obra novelística refleja su interés por la sociedad, la ciencia y los científicos de los siglos XVI y XVII, especialmente las figuras de Nicolás Copérnico, Galileo Galilei, Johannes Kepler e Isaac Newton, gigantes cuyo trabajo contribuyó a la fundación del pensamiento científico moderno durante la revitalizadora fase de la historia humana conocida como el Renacimiento. Cuando Copérnico vino al mundo el 19 de febrero de 1493 en Torun, a orillas del Vístula, el río más importante de Polonia, la cosmología de Aristóteles y la astronomía de Claudio Ptolomeo de Alejandría mantenían una estrecha relación simbiótica con la teología cristiana. Esa visión del mundo no se limitaba únicamente a describir los movimientos de los errantes hasta entonces conocidos, sino que se había convertido en una ideología de la condición humana: el hombre, tras la expulsión de Adán del idílico Edén, quedaba abandonado por su Creador en una Tierra degradada situada en el centro del universo alrededor de la cual giraban los demás astros, pero con la esperanza de alcanzar algún día el trono de Dios que se suponía estaba más allá de la esfera de estrellas fijas. La concepción cosmológica geocéntrica del mundo desarrollada por Aristóteles y Platón, fue perfeccionada por las observaciones astronómicas de Ptolomeo y ajustada durante la Edad Media a los intereses teológicos del cristianismo. Según el Estagirita en el centro del universo estaba la Tierra, inmóvil; alrededor de ella se movían los demás astros en el interior de esferas cristalinas describiendo la más perfecta, y por lo tanto divina, de las figuras geométricas: el círculo. La cosmología aristotélica concebía el mundo organizado de la siguiente manera: Tierra, Luna, Mercurio, Venus, Sol, Marte, Júpiter, Saturno, Estrellas fijas y Primer motor, el cual imprimía movimiento a todas las esferas celestes. El trabajo matemático y observacional del egipcio Ptolomeo buscaba darle soporte a la concepción aristotélica del cosmos, esfuerzo que quedó plasmado en los volúmenes que constituyen su obra magna: el Almagesto. Según uno de los personajes de El enigma de Copérnico, el universo del astrónomo alejandrino “aspiraba a una armonía indestructible, como la de algo construido y creado por el Señor de todas las cosas, el mejor y más perfecto de los artistas: un Universo girando, a la misma velocidad y siguiendo trayectorias uniformes alrededor de la Tierra”.Pero ya en la Antigüedad Aristarco de Samos (310-230 a.C.) había antecedido en 17 siglos a Copérnico, defendiendo la movilidad de la Tierra sobre su propio eje y alrededor del Sol como los demás planetas. Sobre este sistema heliocéntrico informaba el gran Arquímedes a Gelón, tirano de Gela y Siracusa: “Aristarco de Samos compuso un libro con cierta hipótesis de la que puede deducirse que el universo es muchas veces más grande que lo que se ha venido creyendo hasta ahora. Desarrolla este postulado diciendo que las estrellas fijas y el Sol permanecen inmóviles, que la Tierra gira alrededor del Sol sobre la circunferencia de un círculo…”. Como sucedería cientos de años después con Copérnico, la hipótesis de Aristarco fue atacada por estar en contra del sentido común, catalogada de impía y filosóficamente absurda. El enigma de Copérnico es una novela, pero también es historia: los hechos y los personajes que por allí desfilan están enmarcados en un espacio geográfico determinado y en un tiempo y sociedad específicos. Luminet sumerge al lector en medio de una Europa donde reinos, príncipes, reyes, obispos, Papas, enfilan sus ejércitos unos contra otros, todo con el trasfondo de un Lutero que se le ha sublevado a Roma y que amenaza con arrastrar al continente europeo a una conflagración general. La diplomacia se hacía acompañar, cuando era necesario, del puñal o del veneno. Ese desorden social refleja el progresivo hundimiento de un sistema social que dominó durante siglos, el feudalismo, y el inexorable ascenso de una nueva forma de producción, el capitalismo. Ese es el telón de fondo en el cual se gestó la renovada hipótesis de Copérnico. Eso no significa que el heliocentrismo fuera papista o reformado, que su validez se definiera en Roma o en Wittenberg: “…cada etapa del saber se sitúa en el contexto muy preciso de su sociedad y de su tiempo; el genio de algunos individuos encuentra un efecto de amplificación en la historia política, religiosa y cultural de su época, y ese proceso genera un progreso súbito y decisivo de los conocimientos”, apunta el autor en el prólogo. Los hechos que la ciencia investiga no están determinados por las condiciones sociales en medio de las cuales se descubren. La verdad científica no surge del consenso de los que más saben. Señalo esto porque hay epistemólogos que creen lo contario: por ejemplo, Paul Forman pretendió ver en el ambiente cultural de la República de Weimar, surgida tras la derrota de Alemania en 1918, el factor que permitió aceptar e introducir la acausalidad en la mecánica cuántica. Los personajes que desfilan por las páginas de El enigma de Copérnico son reales, excepto Random, el gigante y fiel siervo al servicio de Copérnico. Algunos de ellos nunca tuvieron contacto real con el astrónomo polaco, pero el profesor Luminet con gracia y tino los pone a dialogar creando una trama que se nos antoja altamente creíble. La novela rinde homenaje a la ciencia, reivindica la búsqueda de la verdad científica en los hechos del mundo, invita a hacer prevalecer la razón sobre la ignorancia. Su lectura interesa y emociona al lector, en ocasiones le arranca una sonora carcajada, en otras lo induce a una profunda elucubración filosófica. Le garantizo a quien lea esta agradable novela, que al final, además de haber gozado habrá aprendido. Cuando se pasa la última página surge un Nicolás Copérnico genial, pero también muy humano, con sus defectos y virtudes, como cualquiera de nosotros, que de todas formas no será la injusta imagen que de él trazó Arthur Koestler en su libro Los sonámbulos. Nos encontramos con el sabio que fue capaz de expulsar a la Tierra de las rodillas de Ptolomeo, iniciando el camino de revolución científica que habrían de continuar en esos siglos Galileo, Kepler y Newton. De este canónigo, que siempre estuvo al lado de su amada Ana Schillings, diría siglos más tarde el poeta alemán Johann Wolfgang von Goethe que “era el más revolucionario de los reformadores. Al invertir las posiciones respectivas de la Tierra y el Sol, no sólo innovó la más antigua de las ciencias, sino que dotó a la humanidad de una conciencia cósmica.”
Guillermo Guevara Pardo Licenciado Ciencias de la Educación, especialidad Biología, Universidad Distrital “Francisco José de Caldas”. Odontólogo, Universidad Nacional de Colombia. guillega28@hotmail.com
CIENCIA Y LITERATURA Reseña de la novela El enigma de Copérnico, Jean-Pierre Luminet, ediciones B, S.A., 2007, 333 páginas.