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El Octavo

Mar 23, 2011

Por: admin
Leticia Margarita Gómez Paz De negro, toda de negro hasta los pies vestida, Miranda Mendoza, la viuda más viuda de Valparaíso, se aprestaba a sepultar a su séptimo hombre. Lo mas granado de la pequeña ciudad costera se había reunido en la plaza principal frente a la casa de Miranda, la más desdichada o la […]

Leticia Margarita Gómez Paz

De negro, toda de negro hasta los pies vestida, Miranda Mendoza, la viuda más viuda de Valparaíso, se aprestaba a sepultar a su séptimo hombre. Lo mas granado de la pequeña ciudad costera se había reunido en la plaza principal frente a la casa de Miranda, la más desdichada o la más afortunada de las criaturas, depende del perfil con que se le mire. De piel blanca, cara de un óvalo perfecto, enmarcado por una larga cabellera color azabache, estatura trece centímetros por encima de la media y cintura (…)

De negro, toda de negro hasta los pies vestida, Miranda Mendoza, la viuda más viuda de Valparaíso, se aprestaba a sepultar a su séptimo hombre. Lo mas granado de la pequeña ciudad costera se había reunido en la plaza principal frente a la casa de Miranda, la más desdichada o la más afortunada de las criaturas, depende del perfil con que se le mire. De piel blanca, cara de un óvalo perfecto, enmarcado por una larga cabellera color azabache, estatura trece centímetros por encima de la media y cintura de junco, el luto le sentaba a maravilla y ella lo llevaba con serenidad, menos mal- decía- que no tengo agüeros.

A los 15 años se había enamorado de un marino que le doblaba la edad, con el cual navegó trece meses. Zarparon de Valparaíso, atravesando el mar pacífico hasta Panamá, y de allí fueron al Cabo de la Vela, porque Miranda deseaba comprobar si existía algún desierto más bello que Arica y que se extendiera al mar. Fueron baños de abrasadoras caricias al vaivén de las olas marinas que los dejaron extenuados. Con la sal y la arena todavía en la piel se embarcaron hacía las Antillas Mayores y Menores cruzando el Atlántico, rumbo oriente hasta Gilbraltar, para tomar el Mediterráneo y desembocar en el mar Egeo. En Atenas, por complacer un capricho de Miranda, entraron de noche a la Acrópolis y le arrancaron a la cornisa una de las cariátides del Erecteión, tan semejante a ella, que todos en el puerto la reputaron falsa, asegurando que era una réplica de su madre, que no engañaba ni al bobo del pueblo y que parecía moldeada con resina envejecida por las algas marinas del Mediterráneo.

La amante de un navegante sabe que debe compartirlo con el mar al que dedica su pasión más pura, la esposa, si tiene suerte, ocupará el lugar de la primera concubina, por eso nadie en el puerto se sorprendió, cuando unos pescadores tempraneros encontraron inflado y amoratado el cuerpo sin vida del infortunado navegante. El mar me lo dio y el mar me lo quitó, fueron las sabias palabras de la joven viuda al enterarse del in suceso. Nadie la pudo criticar. Doce virtuosos meses cerrada de negro guardó por respeto a su memoria y para acallar la malignidad de las envidiosas; porque si bien fue cierto que el barco quedó sin capitán, Miranda no quedó sin barco; tres días después del hundimiento, la nave emergió de las aguas tan majestuosa como siempre, un poco de pintura aquí y otro poco allá, y La Soberana, como la apodaba la estirpe marinera, se vio conducida en adelante por su enigmática capitana.

Una viuda hermosa es una tentación, si se le suma un barco, a los ojos de un porteño se vuelve irresistible. Las más suspicaces damas de Valparaíso entendieron el axioma. Miranda, con poco más de 17 años, merecía rehacer su vida. La tambaleante castidad de la muchacha tampoco podía esperar más, la voluptuosidad de sus enormes ojos negros que el velillo no lograba opacar, la delataba. Esta vez fue un torero español, el mago de las verónicas. Antes de las cinco en punto de una tarde de toros, con el primer pase natural la conquistó, el segundo, un pase de pecho, le arrancó oles de pasión, la certera estocada la marcó con un amor cuya intensidad la atravesó, al darle la vuelta al ruedo, porque en Sudamérica no se regalan orejas, Miranda se lanzó a la arena para ser rescatada por el torero que, embrujado por la belleza de la muchacha, entendió que tanta vehemencia sólo podía ser calmada ante Dios y ante los hombres con un rito nupcial. Las campanas redoblaron a boda.

Otra vez será, plañeron sus inconformes y hambrientos paisanos. Un deseo colectivo de tal calibre tiene que llamar al infortunio y el llamado fue oído. Tres meses más tarde, el toro más manso de la ganadería del Español, palo de su propia cuña, se alborotó con el encendido traje de manola de Miranda, sentada en la primera fila de barrera al lado del burladero. El toro dubitaba confundido entre el encarnado brillante de los volantes de la una y el traje de lentejuelas del otro. Al final se decidió por la belleza gitana a la que arremetió con tan apasionada furia que desquició al torero, quien a la zaga de un caballero andante se interpuso entre los dos, no se sabe si por celos o por vanidad, cualquiera que haya sido el sentimiento que lo movió, su cuerpo bañado en sangre no logró apaciguar al toro que, en su extravío, creía estrellarse contra el ardiente cuerpo de Miranda. Murió en su ley, fue el gemido lastimero de la muchacha y la plaza entera asintió. Lo que quedó del Español fue trasportado a Barcelona en La Soberana, ahora pintada de negro, portando las banderas de España y de Valparaíso a media asta. Cómo no amar a una muchacha de tanta clase y donaire, tan noble y tan digna…

Nobleza obliga- decían los abuelos- y la nobleza de Miranda, avasallaba. Seis meses después de la trágica partida, La Soberana hizo su entrada triunfal en el puerto, totalmente remozada, con el emblema rojo y oro de un conde asturiano. En estas latitudes pobladas de plebeyos, un conde verdadero o ficticio se convierte en trofeo colectivo, todos lo quieren tocar, mostrarlo en su casa, rendirle culto idólatra, beber en la fuente de su nobleza la sabiduría que se le atribuye por cuna: El conde lo mencionó, si el conde lo dice tiene que ser así, como el conde lo hubiera hecho, a la manera del conde. Miranda, acostumbrada a ser adorada no se animaba a soportar tal competencia por lo que, con la tenacidad de una heroína de la independencia, se dispuso a aplastar cualquier asomo de pretendida subyugación. En la intimidad del hogar, sus modales se tornaron bruscos, en contraste con los del estirado noble; la risa cristalina que lo había embelesado, se trocó en una mofa irresistible y odiosa, sus gestos se hicieron descarados y, para humillarlo, se exhibía coqueteando con los servideros del asombrado conde. Anastasio, el caballerizo, no podía ser indiferente a tales devaneos, sus 25 años se debatían irresolutos entre la lealtad debida a su señor y los escarceos provocativos de su señora; caballero como era, no fue coincidencia que venciera sobre sus escrúpulos, cada vez mas débiles, su natural inclinación a las damas.

El conde podía soportar la infidelidad pero no la vulgaridad. Que dos plebeyos hicieran burla de su linaje sólo podía resolverse en un duelo, así el miserable advenedizo sufriría las consecuencias de su arrogante insubordinación. Para humillarlo más, le permitió que escogiera las armas. El infeliz, que odiaba cualquier forma de violencia, al punto de amar los caballos en descuido de la armería, escogió el florete; si voy a morir- suspiraba- es mejor afrontarlo con un fino agujero que tasajeado brutalmente por una espada cuyo peso apenas puedo levantar.

Por temor al escándalo se prescindió del formalismo de los padrinos, sólo Miranda, como lección, sería testigo de la cruenta muerte impuesta a su amante. Para que aprendiera de una vez por todas que la sublevación del populacho debe ser cortada de raíz, del cuerpo exánime del caballerizo darían luego cuenta los salvajes perros de cacería del noble. Nada fue dejado a la improvisación. La nobleza sería restaurada en sus cimientos. Dos pequeños detalles no pudieron, sin embargo, ser previstos por el altivo conde: la suerte del principiante, que no es más que invención de la gente vulgar, y la picadura de un mosquito en el momento del lance; esta especie de insecto había pasado en Asturias a la prehistoria.

Tenemos que lamentar- señalaron los periódicos matutinos- el fallecimiento del conde de Asturias, acaecido en un absurdo accidente mientras realizaba sus prácticas cotidianas con el florete. La nobleza de Valparaíso se une a la de España para llorar su pérdida. La prensa hablada y escrita hizo del dolor de Miranda un duelo nacional y destacó en grandes titulares las sentidas palabras con las que la joven rememoró los meses transcurridos al lado de su soberbio esposo: “El cielo no puede ser dorado”. La patética frase fue resaltada en primera página en todos los periódicos y repetida al cierre de los noticieros de televisión. Cada cual la entendió a su manera. La condesa Miranda Mendoza, ahora revestida con el encumbrado título, creció en méritos, dignidad y belleza ante los ojos de sus coterráneos. Para honrarla, se le ofreció la Cruz de San Martín que ella recibió del Congreso como un merecido resarcimiento.

Un conde vale más que un navegante, al menos a los ojos de la arribista clase burguesa. Miranda no era de la misma opinión pero se cuidó de manifestarlo, e hizo cuentas: 12 meses de duelo al capitán, 6, a medias, al torero, suman dieciocho, siendo amplia. Decidió ser generosa con la sociedad porteña y concederles la gracia de aislarse de la curiosidad mundana para recluirse entre las “cuatro paredes” de la mansión que encortinó de negro en señal de desdicha. Con dolorosa resignación despidió a la servidumbre, por aquello de que dos son suficientes y, para cumplir la última voluntad de su marido sólo se reservó la compañía del caballerizo, porque los amados caballos del conde resienten el manejo de un extraño, se lo debo a su memoria.

Cualquier lacayo como amante fortuito puede alcanzar la dimensión de un príncipe, pero un sirviente elevado al rango de amo, no encaja. La falta de solución de continuidad en la sucesión al trono era mirada por los amantes desde dos perspectivas opuestas. Miranda no se acostumbraba a los avances apresurados del estrenado Señor y éste resentía las órdenes de Miranda que, más que una compañera de juegos de cama, seguía fungiendo de ama y señora de la mansión. La condesa empezó a añorar al Conde, extrañaba su sofisticación, ensayaba y exigía de Anastasio sutilezas impropias del lenguaje de un caballerizo, hablaba en enigmas, comenzó a padecer elegantes jaquecas y a asumir controlados manierismos y pausados matices de voz. Atrás habían quedado los indecentes coqueteos que hicieron olvidar a Anastasio diez años de probada lealtad, había desaparecido el olor a mar y el color del sol que le impregnaban los paseos juntos en La Soberana. La Señora, así con mayúsculas, en nada se parecía a la muchacha que gustaba retozar en el establo para acicatear los celos del conde. Miranda, su Miranda, se asemejaba cada vez más a la cariátide entronizada en el gran salón, siempre hierática y distante. Al sentimiento de frustración de Anastasio se sumó el de culpabilidad, extrañaba su lejana Asturias, sus amigos habían regresado a España, no había ganado un hogar y su Señor se le aparecía en las noches para reprocharle la deslealtad. La mansión no contaba con un foso para ahogarse ni la coronaba una torre de donde pudiera lanzarse al vacío. Las construcciones modernas no ofrecían, a su juicio, muchas posibilidades, únicamente le quedó la heroica salida de romperse la nuca cabalgando, inyectó a su caballo favorito con veneno de escorpión y lo espoleó, si iba a morir en tierra extraña, al menos no moriría solo.

Cuando las puertas de la Mansión Miranda fueron abiertas nuevamente a los burgueses de Valparaíso, la noble viuda explicó a sus incontables amistades que el caballerizo la había abandonado. Le pedí que se quedara conmigo 18 meses, según lo previsto, pero decidió irse anticipadamente sin siquiera avisarme, de esa gente no se puede esperar otra cosa. La sociedad porteña respaldó su apreciación.

Corría el año 1978, tres maridos españoles habían despertado en Miranda una acentuada xenofobia, que ella disfrazaba, ante la sociedad porteña, de nacionalismo. Sería, incluso, capaz de abanderar cualquier movimiento que se opusiera a lo extranjero. Para empezar, porque todo tiene un inicio, hizo trasplantar al patio trasero, la bella cariátide helénica, suplantándola por un busto de Bernardo O’ Higgins que mandó erigir en la mitad del salón. Poco solemne lucía el glorioso general en medio de una coqueta fuente central rodeada de cuatro querubines que soplaban agua por la boca y de un centenar de pecesitos de colores traídos de Talcahuano. Miranda avezada en las artes amatorias, pero completamente ignorante en cultura arqueológica, soñaba completar el monumento acuático, entronizando también en el salón siete figuras de Toba de la misteriosa Isla de Pascua. El gobierno central, por supuesto, se oponía. Miranda se volvió antigobiernista.

En la mente femenina existe un fuerte sentido secuencial que el hombre no adivina y que ningún historiador se ha tomado el trabajo de escudriñar. Se la imagina contradictoria y es lineal, una cosa la lleva a la otra en un nudo de eslabones de interminables causas que sólo en apariencia no guardan relación. Su lógica es impecable. Si el gobierno no accede a los ruegos, lo natural es derrocar al gobierno. Sin mayores relaciones en el campo de la oposición, pero mujer recursiva, Miranda volvió sus ojos hacia la universidad.

Diez mítines le bastaron para encontrar las conexiones requeridas. La belleza no necesita que se le introduzca, se manifiesta sola. Aun cuando no entendía el sentido de las palabras, Miranda recitaba con emoción las rugientes consignas revolucionarias, apretaba los puños en el momento justo y como ignoraba que La Internacional era un canto importado, la aprendió a cantar. El resto lo hicieron sus ojos. Los ojos negros de espesas pestañas son impenetrables para el observador, es fácil leer en ellos lo que quiere verse y el amor le da los matices del propio deseo. Arturo Eysaguirre Figueroa enloqueció de amor por la brillante y combativa compañera. Como todo predestinado gustaba oírse hablar, la causa no permite desvíos a temas ajenos a la causa misma, Miranda le permitía hacerlo sin interrupciones y, por otra parte, la corriente ideativa del soñador no deja espacios para invadir. La conjunción resultó perfecta.

Una persona extraordinaria está llamada a realizar acciones extraordinarias. Eysaguirre lo sentía. Cualquier gesta revolucionaria impone acciones arriesgadas, robar una cabeza monolítica podía ser una de ellas. Significaba una mofa al gobierno militar y un indiscutible golpe que demostraría la incompetencia de las fuerzas del orden y su incapacidad para proteger la cultura y los valores ancestrales. Si en un país extranjero, diez marineros habían logrado robarse la famosa cariátide, 25 encendidos revolucionarios bien podían arrebatarle al régimen, las célebres momias de la apartada Isla de Pascua para hacerlas emblema de la revolución. Ningún gobierno resiste un golpe semejante y Eysaguirre, a quien Miranda inflamaba de amor cada noche, en medio del afiebramiento no dudaba del éxito de la misión; de las famosas cabezas no tenía otro conocimiento que las imágenes que había visto en una postal.

La infraestructura está dada, como se dice en el argot estudiantil. Se incluyó una catapulta, por si la incursión requería medidas extremas. La Soberana quedó lista para la expedición. Miranda la hizo pintar de azul verdoso para que se confundiera con el mar. Se concluyeron los detalles. El tiempo para reconocer el terreno, preparar el golpe y regresar triunfalmente, se había estimado en cinco días, uno más para el transporte por tierra desde el puerto hasta la casa de Miranda, y el séptimo día, número cabalístico, los siete monolitos quedarían entronizados en el gran salón.

Fue una lástima que Miranda resultara negada para leer periódicos y que le aburrieran los noticieros televisivos, porque antes del séptimo día, corrieron noticias sobre los expedicionarios. Si hubiera sido medianamente inquieta, se habría podido enterar de que la suerte de La Soberana estaba echada junto con la de la heroica tripulación y la de la catapulta, aplastados por la enorme cabeza monolítica tan enorme y maciza como un edificio de 7 pisos. Les advertí que no era buena idea llevar la pesada catapulta, razonó Miranda, oteando el horizonte, esfuerzo que mantuvo durante tres días esperando que emergiera de las aguas la milagrosa nave. Tal vez habría podido hacerlo, estaba entrenada, pero el pesado monolito se lo impidió. Miranda le tomó fastidio a la clase estudiantil.

Las difíciles relaciones de Chile con la Argentina que estaban ya gravemente resentidas debido a la disputa por el Canal de Beagle, amenazaron romperse. El atraco a la Isla de Pascua tuvo que haber sido perpetrado desde el suroeste argentino, declaró la inteligencia militar chilena. Resultaba conveniente a los intereses del gobierno de Pinochet interpretar que la guerra sucia del general Videla contra la subversión, había extendido sus tentáculos mas allá de las fronteras hacia la vejada clase estudiantil chilena, queriéndola hacer aparecer culpable del sacrílego crimen. Pinochet aprestó sus fuerzas para salir en defensa del patrimonio cultural chileno. No obstante la complicidad de sus carreras y la similitud de sus gobiernos, los dos generales rivalizaban por el dominio del Canal. Argentina había desconocido el fallo en derecho de una corte internacional nombrada por la corona británica, que garantizaba a los chilenos el control sobre el canal Beagle, y Pinochet entendió que no le quedaba otra solución que internacionalizar el conflicto para no perder el dominio sobre el archipiélago. Sin embargo, era prudente que antes legitimara su mandato y convocara para tal efecto un plebiscito a marcha forzada. Napoleón lo había ensayado con rotundo éxito en la lejana Francia y, no obstante, las abismales diferencias con el genial corso, todo general que se precie cree ser su reencarnación.

Soto voce se hizo correr el rumor de que bajo el pretexto de la redacción del proyecto de texto plebiscitario, estaba en juego el futuro de la clase estudiantil universitaria cuya participación en los hechos de la Isla de Pascua, no era clara. Amedrentados los estudiantes no comprometidos realmente, esto es, la inmensa mayoría, se abalanzaron a las urnas para legitimar al tirano. En el palacio de gobierno se rumoraba que Miranda podía estar involucrada pero no se olvidaba su parentesco con la rancia realeza Briviesca y a los conflictos con Argentina no quiso sumarse el riesgo de provocar un malentendido con la península Ibérica. Para tener a la Condesa bajo control, pues se ignoraba cuáles eran sus alcances, una corte marcial convino desposarla con uno de los coroneles de Pinochet. Miranda que conocía la fragilidad de sus uniones, no planteó oposición alguna.

En principio, el coronel representaba la protección del bando de los triunfadores y, además, mantener a raya el odio de los estudiantes que no podían olvidar que la debacle de Pascua le había costado la vida a 25 de sus más arriesgados compañeros de lucha. La venganza de los subversivos se centró entonces en el coronel. Miranda, sigilosa, pero permanentemente vigilada por el gobierno militar, por el momento, se encontraba fuera de su alcance.

La juventud de Miranda se aburrió prontamente de la desgana del maduro coronel. Súmesele, la fortaleza juvenil de sus guardias de corps. La comparación surgía naturalmente y no precisamente a favor del militar. Es mucha la compasión que alcanza a encender una doncella constreñida a ligarse al destino de un déspota entrado en años. La tez dorada de Miranda, producto de la brisa marina, había desaparecido con el hundimiento de La Soberana, por lo que a los ojos de los guardias, su extrema palidez, acrecentada con talcos hechos de polvo de arroz, reflejaba su condición de víctima. El siguiente paso fue cerrar los ojos y dejar a la suerte el desenvolvimiento de los acontecimientos. Por eso, cuando el coronel amaneció a escasas cuadras de su casa, perforado por una lluvia de balas, que las insignias y las múltiples medallas no habían podido desviar, el rumor popular esparcido apuntó el índice de la justicia contra los estudiantes de la universidad estatal. La represión pudo finalmente justificarse y los militares no dejaron escapar esa oportunidad que les venía como anillo al dedo.

Un crimen tan execrable merecía el mayor de los escarnios y el aplastamiento de la rebelión. Ningún ruego parecía capaz de detener la represión, ni siquiera cuando Miranda, nuevamente de negro hasta los pies vestida, se pronunció frente a los medios televisivos implorando clemencia para los estudiantes torturados en los cuarteles militares. Los perdono de todo corazón, manifestó la joven viuda a la prensa internacional y la frase traspasó esta vez las fronteras para oírse en todo el hemisferio occidental. El mundo musulmán no estuvo, empero, dispuesto a hacer eco a los extravíos de una mujer. La noble frase fue comentada en el Vaticano. La Santa Sede como abanderada de la paz mundial, estaba convencida de que su intermediación en el conflicto chileno-argentino conduciría a frenar la persecución popular de ambos generales, y su enconado encarnecimiento contra la clase estudiantil y los intelectuales, chivos expiatorios de toda crisis interna con pretensiones de conflicto internacional. Al Santo Padre le era totalmente indiferente que el control sobre el Canal de Beagle siguiera asegurado a los chilenos, reforzando la posición de la Corona inglesa, o pasara a manos de los argentinos que tienden a considerarse los dueños del balón. La neutralidad del Santo Padre estaba fuera de toda duda, era un hincha furibundo de Pelé.

Entrado el año 1979, el estado Vaticano terció en el conflicto que llegó a su punto final. Los estudiantes recobraron su libertad, no obstante, se calcularon por decenas los desaparecidos. El embajador chileno ante el Vaticano destacó la encomiástica labor del Santo Padre y supo aprovechar sus contactos con los cardenales del tercer mundo para proponer que se consagrara en el calendario cristiano el día de Santa Miranda. De Santiago de Chile se acreditaron nuevos embajadores con la única misión de convencer al Santo Padre y demostrar que la consagración de Miranda acallaría el sentimiento popular de ver el catolicismo como una iglesia retardataria. Los milagros de Miranda podían ser comprobados más allá de los que el sentimentalismo de los gauchos le atribuía a Evita Perón. La emersión de La Soberana fue un hecho notorio que la casi santa del norte, con opera y todo, no había igualado. Por si acaso, el cuerpo diplomático chileno se dio a la tarea de buscar un compositor que escribiera una opera más célebre que Evita y, en efecto, alcanzó a escribirse la música. La letra no fue en cambio terminada porque Su Santidad se mantuvo inflexible. Al Santoral no ingresaría ni una Evita Argentina ni una Miranda chilena por condesa que fuera. Así, cuando en los círculos mas tradicionales del Vaticano comenzó a ponerse en duda, por parte de la corona inglesa, la legitimidad de la composición del tribunal internacional para dirimir el control sobre el canal, designación admitida por el Santo Padre al definir el conflicto pero que, por no referirse a un dogma de fe, no era avalada por su infalibilidad, fueron llamados apresuradamente a Chile los diplomáticos acreditados ante el Vaticano para promover la causa de la viuda.

Miranda lamentó los casi tres años de castidad que se había impuesto en pos de su venerable consagración de Santa, único título que la belleza no podía otorgarle. Las iniciales S.M. (Santa Miranda) fueron borradas de la vajilla y sobrepuestos bordados de flores las ocultaron en la fina lencería. Dicen las malas lenguas, que los esfuerzos diplomáticos se encaminaron entonces a tratar de venderle a los argentinos la célebre ópera para que la elevaran a himno de independencia de las Malvinas, misión que se clausuró en abril de 1982 al ser aplastada por la Dama de Hierro, sin pretensión alguna de santidad, la improvisada y efímera ocupación de las islas por las tropas argentinas.

A los veintidós años de edad, con siete de entrenamiento amoroso, Miranda, según los entendidos, se encontraba en la plenitud de su belleza. Las interminables peroratas del estudiante y las alardeadas tácticas de inteligencia militar del coronel habían terminado por apagar en su corazón el nacionalismo criollo que una vez decidió cultivar. De nuevo se dispuso a otear el horizonte en miras de razas de ultramar. El destino la dispensó del largo viaje, porque el séptimo día del séptimo mes del séptimo año de instrucción amatoria, tocó a su puerta un extranjero que hablaba en trabalenguas, iniciándose un nuevo aprendizaje entre la condesa y el exótico personaje vendedor de sedas. Unos decían que era judío, los otros que era musulmán, porque en cuestiones y tratos de negocios es fácil confundirlos, al menos a los ojos de un desprevenido sudamericano. Miranda que no distinguía entre La Tora y El Corán, y a quien le costaba pronunciar los complicados fonemas del nombre del amado, lo llamaba simplemente Jerusalén. El bíblico nombre la invadió de reatos de conciencia aprendidos en los tres años de entrenamiento en la santidad y, en contra de lo que le dictaba la intuición, decidió solicitar dispensa para desposarse en una ceremonia de dos ritos.

Locuaz en los negocios, Jerusalén era taciturno en la intimidad. Miranda llegó a extrañar la verborrea revolucionaria del estudiante e incluso a añorar las tácticas de la inteligencia militar. No es que la muchacha fuera veleidosa, debe entenderse que acostumbrada como estaba a la cercanía del mar, en las noches, cuando el comerciante clausuraba las ventanas en precaución de los ladrones, lo menos que esperaba de su marido es que la arrullara con alguna clase de murmullo. Para resaltar su inquietante palidez cubrió el lecho con finas sábanas de seda negra que tuvo que pagar a precio oro al malencarado vendedor, por aquello de que los negocios no se deben mezclar con los placeres y, en las mañanas, después de una larga noche de insomnio, huérfana de momentos de placer, el único sonido que escuchaba era el chasquido de dedos de Jerusalén pasando y recontando billetes, extractos bancarios y títulos de acciones negociadas en la bolsa.

Miranda se resistía al infortunio. En la medida en que disminuían los embates de Jerusalén aumentaba el ardor de la ignorada que se las ingeniaba para estimular su pasión con la caricia que parecía mayormente entusiasmarlo: el contacto con un cheque de al menos seis cifras y el convencimiento de haber cerrado un negocio con el máximo de ganancia. Miranda le lanzaba billetes como si fueran volantes de propaganda política. Con desgana pero con sabiduría oriental, era resarcida por el mejor vendedor del mundo que escaseaba su mercancía en busca de lograr ofertas más jugosas.

En el intríngulis de la naturaleza humana, la indiferencia del amado realza su valía mientras acrecienta el sentimiento de la propia indignidad del amante repelido. El odio, en cambio, despierta y hasta refuerza la impresión del poder oculto del odiado. Jerusalén era avaro pero no estúpido. Sabía, por haberla sufrido en carne propia, que la indiferencia era el único recurso capaz de enseñarle al ser humano la realidad de su mezquina dimensión. Cuidadosamente vigilaba que el menor asomo de odio fuera extirpado del corazón de Miranda antes de que emprendiera vuelo. Los largos silencios se entrevelaban con deliciosos y apenas esbozados murmullos. La promesa deparada insinuaba la luz al final del túnel doblando hasta la genuflexión la voluntad de Miranda. La voluntad sometida despeja el camino del dominador. En menos de un año, la ganadería del torero español pasó a un mejor hacendado, la colección de armas del conde, sobre todo la que llevaba engarzada auténticos rubíes y zafiros azules, conoció un nuevo coleccionista, los derechos de autor del Diario de Ilusiones del estudiante, un fecundo editor, la jugosa pensión de jubilación del coronel, considerado, nadie supo por qué un héroe de guerra, otro destinatario, la cariátide del navegante fue desenterrada del patio y encementada en la mejor de las haciendas de Jerusalén para su exclusivo deleite personal. El mejor vendedor del mundo no se encontraba, sin embargo, satisfecho, algún legado tenía que heredar del caballerizo. Empecinado como era se dedicó a perseguir por las noches el fantasma de Anastasio, estaba seguro de que detrás de un fantasma se oculta un tesoro.

Miranda, que no creía en agüeros, se dolía de la temprana locura de su marido convertido en la sombra de otra sombra. Al principio, celosa y, más tarde, con melancolía, lo veía recorrer una y otra vez el establo y cavar profundamente hasta las entrañas más ocultas de la tierra en busca del codiciado tesoro. La compasión por otro ayuda a vencer la autocompasión, por eso, en la medida en que Jerusalén se hundía en el barro de una excavación sin fin, Miranda emergía de la oscuridad en la que la pasión insatisfecha la había sumido por espacio de doce meses.

Siete años duró la excavación. La sombra de Anastasio, más confundido en la muerte que en la vida, cada noche le señalaba a Jerusalén un nuevo punto donde cavar.

Salvo la pila de tierra acumulada en el patio que se elevó más alta que la catedral de Valparaíso, los dos mil quinientos cincuenta y cinco días que duró la excavación trascurrieron sin ningún dolor en la vida de Miranda que volvió los ojos nuevamente a sus paisanos convencida de que los extranjeros sólo sinsabores habían traído a estas tierras.

Corriendo marzo de 1990, el día que Miranda cumplió 30 años y se derrumbaba el muro de Berlín, el establo se vino abajo aplastando en un aluvión de lodo aceitoso al vendedor más loco del mundo. La excavación que se hizo para rescatar su cuerpo demostró que a Jerusalén le asistía la razón. Debajo del establo, a la profundidad exacta excavada por el loco se encontró un yacimiento de petróleo capaz de rivalizar con los descubiertos en Punta Delgada, cerca del estrecho de Magallanes y Cerro Manantiales en la Tierra del Fuego. Lo dicho, dijo Miranda, derramando sinceras lágrimas por Jerusalén: “El cielo no puede ser dorado”. Endosó una vez más el vestido negro que le sentaba a maravilla y me contó esta historia, libre de culpa y despreciando toda suerte de agüeros. Yo la escuché con la ansiedad del conquistador que pretende ser recompensado, porque quién sabe, después del séptimo llega el turno del octavo y el ocho es un número felizmente inofensivo.

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