El Tiempo, Bogotá D. C., 23 de junio de 2016
Por: Moisés Wasserman
La curiosidad ha traído a la especie humana hasta donde está. La pregunta de si hay otra vida en el universo nos ha acompañado siempre.
Hace unos días, astrónomos belgas y americanos anunciaron en la revista Nature el descubrimiento de tres planetas que podrían ser aptos para la vida. Orbitan alrededor de una estrella enana roja: Trappist-1, que queda relativamente cerca, apenas a unos 45 años luz, una distancia que equivale a unos mil millones de veces la que hay hasta la Luna. Dos de esos planetas tienen años que duran 1,5 y 2,4 días, el del tercero podría ser algo mayor. La energía de su sol es menor que la del nuestro (porque es viejo, pequeño y rojo), pero los planetas están más cerca y captan tanta energía o más que nosotros. Si hay vida dependerá, como en la Tierra, de sistemas capaces de convertir la luz que reciben de su sol en energía química; es decir, debe haber plantas que hagan fotosíntesis. Es difícil imaginar cómo serán esas plantas, si pequeñas o grandes, si con raíces o que migran arrastradas por corrientes de gases o de agua. Pero, dado que su sol es rojo, los pigmentos que capten su luz deberán ser rojo oscuro o negro. Como dice (más o menos) el dicho: “el pasto de los vecinos es más rojo que el nuestro”.
No son los únicos planetas que han llamado nuestra atención. El satélite Kepler, de la Nasa, viene detectando candidatos. Ya hay alrededor de 1.000 planetas confirmados y otros 3.600 posibles. Pero el más cercano de ellos está a casi 500 años luz, que es algo lejos para llamarlo vecino.
El año pasado pensaron que habían detectado uno realmente cerca, casi al alcance de la mano, a unos 4,4 años luz. La estrella Alfa-Centauro resultó ser en realidad dos estrellas, y hay una franja alrededor de una de ellas muy propicia para que orbiten planetas con posibilidad de vida. Creyeron ver uno, pero fue falsa alarma. Hay, en todo caso, un proyecto (apoyado moralmente por Stephen Hawking) que, al costo de unos billones de dólares, enviaría una sonda a explorar. La sonda viajaría a una velocidad igual al 20 por ciento de la de la luz, impulsada por un láser muy potente desde la Tierra. Estaríamos recibiendo información en unos 50 años. Eso ya suena factible.
A estas alturas, algunos lectores se estarán preguntando ¿para qué? La respuesta es: para satisfacer la tremenda curiosidad que nos producen los vecinos. Curiosidad que en definitiva es lo que ha traído a la especie humana hasta donde está. La ha llevado a las cimas de las montañas y a las profundidades de los océanos, a la Luna y a Plutón. La pregunta de si hay otra vida en el universo y de cómo sería esa vida nos ha acompañado siempre.
En algunos cursos de bioquímica y biología molecular, hace años, les pedí a los estudiantes, en el examen final, que imaginaran una vida diferente de la que conocemos. Es decir, una molécula química (distinta a nuestros ADN y ARN) que tenga en su estructura una información que le permita ejercer una función como transportar energía o generar movimiento y otra que le permita duplicarse a sí misma con precisión. Debo reconocer que tanto el maestro como los estudiantes tuvimos poco éxito en las respuestas. Intentamos imaginar moléculas no basadas en carbón sino en silicio o en nitrógeno, pero encontramos problemas, unas por insolubles en agua, otras por su poca variedad. Imaginamos, sí, algunas variantes de lo que existe en la Tierra, pero no algo radicalmente distinto.
Era un juego (que es casi siempre el mejor de los exámenes). Al menos yo me divertí. Algunos plantearon problemas de carácter teológico. ¿Qué pasaría con las teorías de la creación en siete días hace seis mil años, o con las del “hombre a imagen y semejanza”? Yo los tranquilicé. La imaginación del ser humano, que le ha permitido cosas tan extraordinarias, le permitirá también inventarse alguna solución que deje tranquilos a los creyentes.