Por: Klaus Ziegler
La pregunta por el progreso es tan antigua como problemática.
Mientras Platón creía en una dinámica cíclica de los acontecimientos humanos, Aristóteles no descartó la posibilidad de progreso, al menos en cuanto al perfeccionamiento de la ley. La visión kantiana de la historia fluctúa entre su optimismo en el progreso moral y su convicción luterana sobre el carácter universal del mal.
Debemos admitir que la noción de progreso termina siendo una de las más difusas y escurridizas. Sin embargo, el término parce adquirir nitidez cuando lo limitamos a categorías específicas. En ajedrez, dejando de lado juicios estéticos, la noción de progreso suscita pocas discusiones: la teoría del juego ha progresado hasta el punto de que el genio de Capablanca difícilmente podría derrotar la técnica ajedrecística de un Gran Maestro contemporáneo. En las pruebas atléticas, por ejemplo, donde las marcas proporcionan herramientas objetivas para cuantificar el desempeño de los deportistas, el progreso resulta incuestionable: hay tanta distancia entre Jesse Owens y Usain Bolt como entre el Espíritu de San Luis y el Concorde.
Si la noción de progreso resulta evidente en los deportes, el mismo concepto se muestra resbaladizo cuando nos trasladamos al terreno de la biología. Pero incluso allí estaríamos motivados a pensar que evolución y progreso deben guardar una estrecha correlación. Al examinar la evolución del ojo, por ejemplo, observamos un proceso que va seleccionando diseños anatómicos cada vez más apropiados para el desempeño de una función determinada: de un simple agregado de células sensibles a la luz, los diminutos ojos primitivos se fueron transformando con el paso de los siglos en sistemas de receptores fotosensibles cada vez más organizados y complejos. La necesidad de localizar la fuente de luz seleccionó una arquitectura óptima: un recinto invaginado a manera de cámara oscura rudimentaria. Milenios de evolución darwiniana se encargarían de perfeccionar estos ojos embrionarios hasta convertirlos en los órganos exquisitamente complejos que hoy conocemos.
El ejemplo anterior comporta dos elementos esenciales que hacen posible darle significado al término “progreso” en contextos específicos: el primero consiste en la posibilidad de identificar a priori la meta que se desea alcanzar en cada situación. Un segundo elemento exige la presencia de un criterio cuantitativo, uno que permita estimar entre dos entidades la más cercana a dicha meta. En las especies vivas, por ejemplo, el objetivo consiste en hacer máxima la eficacia reproductiva. La distancia a la meta vendrá determinada por la cantidad de genes que cada individuo aporte a las generaciones posteriores, por “la supervivencia del más fuerte”, en el lenguaje erróneo de Spencer. Es bajo esta acepción precisa del término que podemos hablar de progreso en el mundo vivo. Sin embargo, debemos ser cautelosos, pues distintos nichos fijan metas disímiles y líneas evolutivas diferentes.
No podemos afirmar, por ejemplo, que el ojo del halcón signifique un estadio más avanzado que, digamos, el ojo del caballo. Si la meta consiste en forjar ojos capaces de localizar con exactitud presas pequeñas a grandes distancias, la visión tridimensionalsignifica un adelanto. Pero si el objetivo es ver mejor en la penumbra nocturna, el “tapetum lucidum”, capa reflectora situada debajo de la retina de algunos mamíferos, es tecnología de punta. El progreso del ojo, o de cualquier órgano, en cada especie viva resulta ostensible cuando observamos su historia y gradual evolución hacia la consumación de una función determinada. El hecho de que Stephen Jay Gould se haya negado a reconocer un argumento tan transparente nos confirma cuán tabú puede llegar a ser el tema.
Pero la máquina darwiniana de variación y selección también opera sobre la cultura. El paralelismo entre genes y memes permite hablar de igual manera de progreso cultural o progreso tecnológico, juzgado con respecto a ciertas metas precisas. Siguiendo la analogía, la evolución de un artefacto determinado maximiza en cada caso su “eficacia cultural”, entendiendo por el término el desempeño cada vez superior en el cumplimiento de las funciones para las cuales fue creado. Así, por ejemplo, sería válido afirmar que los pianos han progresado si comparamos los pianofortes primitivos de la época de Bach con un instrumento de las calidades acústicas y sonoras del gran Bösendorfer Imperial.
Ahora bien, ¿a cuál meta nos referimos cuando hacemos alusión a la noción de progreso moral? Podría argumentarse que se está pensando en el aumento relativo del bienestar humano, concepto a la par espinoso, pues presupone la posibilidad de comparar valores inconmensurables y de establecer un orden lineal entre eventos presentes y pasados. No obstante, parece factible establecer al menos un ordenamiento parcial a lo largo de la historia si pensamos en metas específicas: aliviar el sufrimiento moral, eliminar el hambre y la pobreza, mitigar el dolor físico y la enfermedad, expandir los valores democráticos, garantizar las libertades y los derechos fundamentales… Sin importar cuán prohibitivo pueda resultar en algunos círculos académicos el uso del término “progreso moral”, el concepto adquiere perfecto sentido cuando las comparaciones se realizan con respecto a ciertos objetivos puntuales.
Es apenas comprensible que Theodor Adorno, como cualquier judío alemán de su generación, se mostrara escéptico hacia la idea de progreso, máxime tras haber sido testigo directo de los execrables crímenes del Nazismo. Pero somos proclives a magnificar los eventos más inmediatos y a minimizar los muy distantes. De allí que tendamos a olvidar que en la escala de los acontecimientos globales la Segunda Guerra Mundial, sumando sus horrores, apenas ocupa un modesto noveno lugar en la escala de destrucción y muerte entre las conflagraciones más sangrientas que registre la historia.
Aunque nos resistamos a creerlo, un análisis histórico global revela una verdad contraria a toda intuición: los índices de xenofobia, homicidios, guerras, torturas, genocidios, terrorismo… muestran una curva, aunque fluctuante, en franco declive a lo largo del tiempo. Europa cuenta hoy con una tasa promedio de homicidios anuales de un habitante por cada cien mil personas, por mucho, el lugar más pacífico sobre el Planeta en toda su historia. Se olvida que hace apenas tres siglos la tasa de homicidios en los países europeos menos violentos duplicaba la de cualquier ciudad colombiana. Y para aquellos que aún creen en el mito del noble salvaje, hay buenas razones para sospechar que entre los mayas y aztecas (igualmente entre los Jíbaros actuales o entre los Woaorani de la Amazonia) el porcentaje de muertes violentas pudo alcanzar niveles que superan por un factor de cuatro el porcentaje de víctimas en cualquier sociedad estatal europea durante sus peores guerras. La evidencia no está en disputa, al menos entre quienes se han tomado el trabajo de analizar con seriedad el esfuerzo sobrehumano de Steven Pinker para respaldar con estadísticas esas aseveraciones.
Pero no solo han disminuido los índices de violencia. El menosprecio hacia el valor de la vida humana en épocas pasadas resulta inverosímil a los ojos contemporáneos. La foto de 1913 de una mujer mongola confinada a un estrecho cajón de madera, condenada a morir de hambre, despertaría hoy indignación universal y sus perpetradores estarían sujetos a ser juzgados por tribunales internacionales. Las torturas a prisioneros detenidos en Abu Ghraib, filtradas en los medios, fueron repudiadas de manera universal, y eso que “el submarino” y otras formas de tormento practicadas en la prisión iraquí parecen suaves mimos al lado de los empalamientos, de la crucifixión, del suplicio en la rueda, del desmembramiento en el potro y de miles de horrores más, desaparecidos por siempre de la faz de la Tierra. No podemos olvidar que la tortura, no solo fue una institución hasta bien entrado el siglo XIX, sino una forma aberrante de entretenimiento, motivo de jolgorio y diversión en las plazas públicas de Europa.
El registro histórico respalda ampliamente la hipótesis de que la curva de violencia ha venido decreciendo desde finales de la Edad Media, y presenta su punto de inflexión al comienzo de la Ilustración. Y no es casual, como explica Pinker: el lento ascenso de la razón, el autocontrol y la empatía aunados a la aparición de sociedades estatales capaces de monopolizar la violencia son las primeras señales claras de progreso moral, entendido en el sentido riguroso de situar la sociedad humana más cerca de esa meta utópica de máximo bienestar. No estaban muy alejados de la verdad Turgot, Condorcet y otros pensadores de la Ilustración cuando asociaban las libertades fundamentales del individuo con el avance en el conocimiento científico, o cuando avalaban la razón como la fuerza más confiable para liberar a la humanidad de los grilletes de la superstición y la tiranía religiosa.
Al racionalismo ilustrado le debemos en últimas infinidad de logros que podrían parecernos naturales: la abolición de la esclavitud, la igualdad de derechos, el voto femenino, los derechos civiles de las minorías, el respeto a los discapacitados y a los homosexuales, así como la extensión de nuestros principios éticos a otros seres vivos, muestra de la incesante expansión del círculo de empatía. También le debemos a la Era de la Razón, como anota el filósofo español Juan Antonio Rivera, la edificación deinstituciones sociales y políticas racionalmente construidas para salvaguardarnos del egoísmo y la ambición desmedida.
Algunos filósofos contemporáneos han señalado el papel primordial del desarrollo técnico y científico en las revoluciones humanitarias a lo largo de la historia. Si la imprenta hizo posible la divulgación de las filosofías liberales, materializadas finalmente en derechos fundamentales amparados bajo la ley, el desarrollo de las comunicaciones en el mundo contemporáneo ha permitido una expansión insospechada de los valores democráticos. A diferencia de la radio, los diarios o la televisión, sometidos al control y a la censura de las clases dominantes, la internet y las redes sociales se han convertido en la mayor fuerza aglutinadora para luchar contra el racismo, la homofobia, la discriminación, la violencia sexual, los abusos, las injusticias sociales, el maltrato a los animales, la destrucción del medio ambiente y la opresión política, como se evidenció de manera dramática durante la Primavera Árabe. De allí que un reconocido columnista de este periódico no pueda encontrar un ejemplo más desafortunado cuando se lamenta de la “revolución en las comunicaciones”, que el escritor percibe como un incómodo prontuario cotidiano de miserias y “tragedias planetarias”.
El argumento de quienes prefieren ver la mitad vacía de la jarra es siempre el mismo: cada paso adelante en el progreso tecnológico, por noble que parezca, no está exento de posibles efectos secundarios. El hacha sirve para cortar, y sirve para matar; el conocimiento científico nos trajo las vacunas, la anestesia, la cirugía y otras bendiciones de la medicina moderna, pero de su mano también vino la sobrepoblación, y con ella el calentamiento global, la destrucción de los ecosistemas y la contaminación de la atmósfera, ríos y mares. Los antibióticos nos salvaron de las infecciones pero a su vez engendraron cepas inmunes a sus efectos.
Sí, es verdad, no hay nada bueno que no encierre algo malo, pero la observación es trivial. Hasta la blanda y noble almohada sirve para matar: ¡por asfixia! El problema obliga a sumar y restar para ver hacia cuál lado se inclina la balanza. La existencia de unas cuantas cepas resistentes a los antibióticos no niega en absoluto el progreso tangible que significó su descubrimiento: si existen ahora microbios potencialmente letales, ¡antes lo eran todos!
Colombia es hoy el primer país de Latinoamérica libre de rubeola y sarampión. No apreciamos la magnitud de la notica quizá porque ni siquiera podemos imaginar el mundo de hace apenas unas décadas, castigado por la difteria, el cólera, la malaria, la viruela, la polio, la tuberculosis, la peste negra… El virus H1N1 parece uno de esos monstruos del mundo moderno, pero en realidad corresponde a una variación de la gripe española, la pandemia más mortífera de la cual se tenga noticia. Y si algo podrá salvarnos de una tragedia similar no serán las oraciones ni el “retorno a la ingenua fe de los sueños”, sino la virología y la biología molecular.
Aunque la discusión es manida, un asunto es la tecnología y otro su mal uso. De lejos, el mayor problema que enfrenta la humanidad es el crecimiento poblacional, el responsable directo de la debacle ecológica, de la destrucción del medio ambiente, del calentamiento global. Y he aquí la paradoja: son precisamente los países con un precario desarrollo tecnológico y científico aquellos en donde el crecimiento demográfico es mayor, mientras que en las sociedades más desarrolladas la tasa de crecimiento de la población es mínima o incluso negativa.
No es inútil guardar las esperanzas de que será a través de la razón, la educación y el conocimiento que logremos algún día controlar el crecimiento demográfico y sus terribles consecuencias. Un mundo racionalmente poblado, altamente tecnificado, en paz, educado, equitativo, justo, libre del oscurantismo religioso, respetuoso del medio ambiente y empático hacia las otras criaturas no tiene porqué ser una quimera. Los optimistas preferimos soñar con la victoria definitiva de los mejores ángeles de nuestra naturaleza sobre los demonios perennes de la humanidad.