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El redescubrimiento del agua

Ago 8, 2011

Marco Beretta, Investigación y Ciencia, Temas 64, 2o trimestre, 2011 En un ensayo excepcional realizado en público, Lavoisier demuestra la naturaleza compuesta del agua y lanza un ataque frontal contra la teoría del flogisto, que todavía defendían la mayoría de los químicos. La historia de la química en la segunda mitad del siglo XVIII nos […]

Marco Beretta, Investigación y Ciencia, Temas 64, 2o trimestre, 2011

En un ensayo excepcional realizado en público, Lavoisier demuestra la naturaleza compuesta del agua y lanza un ataque frontal contra la teoría del flogisto, que todavía defendían la mayoría de los químicos.

La historia de la química en la segunda mitad del siglo XVIII nos ofrece un ejemplo extraordinario de la fuerza imponente que ejerció la tradición en la conservación de las ideas adquiridas, incluso frente a las refutaciones experimentales más palmarias. Hemos señalado que el descubrimiento de que el aire constituía un compuesto de varios gases químicamente activos no se entendió hasta muchos decenios después, debido a las poderosas resistencias filosóficas que encontró. Un episodio que sacudió la filosofía de la materia en medida todavía mayor fue el hallazgo, en 1783, de que tampoco el agua era un elemento simple como se venía creyendo desde Aristóteles y cuantos naturalistas le secundaron, sino un compuesto de dos sustancias distintas.

El origen de ese descubrimiento sensacional fue, lo mismo que con el gas [el oxígeno], complejo. Y resulta difícil decantarse por quién fue su verdadero autor. En 1776, mientras se enfrascaba en el estudio de los aires liberados en los pantanos –el metano, en particular- Alessandro Volta (1745-1827) realizaba experimentos en recipientes cerrados donde provocaba la explosión del hidrógeno gracias a la acción de la electricidad. Al término de cada experimento, Volta observaba que sobre el fondo del recipiente se había formado un residuo húmedo muy parecido al agua. Puesto que se trataba de demostrar la combustión del hidrógeno, el científico lombardo no concedió importancia alguna a esa suerte de rocío que se formaba sobre el fondo del recipiente, atribuyéndolo a un vapor procedente del exterior. La dificultad para ver que el agua resultaba de la combustión del hidrógeno en presencia de oxígeno se agudizaba considerando el hecho de que, en línea de principio, la manipulación química de los gases no podía originar un cuerpo líquido, salvo que se adoptara la teoría lavoisieriana de los tres estados de la materia [sólido, fluido y aeriforme].

Hasta que, en 1783, y siguiendo un itinerario experimental completamente independiente del trazado por Volta, el físico inglés Henry Cavendish, quien había descubierto ya en 1766 el hidrógeno, realizó una serie de experimentos que preveían la combustión del hidrógeno en presencia de oxígeno. Pese a cuán inverosímiles parecían los resultados, la reiteración de los ensayos llevó a Cavendish a concluir, en 1784, que el agua era combinación de aire deflogistizado (oxígeno) y aire inflamable o flogisto (hidrógeno). De ese modo, el nuevo descubrimiento de que el agua estaba constituida por dos aires venía insertado por Cavendish en los parámetros reafirmados de la teoría del flogisto.

Hasta 1776, en efecto, el físico inglés había defendido que el flogisto de Stahl debía identificarse con el hidrógeno. Sin embargo, tal identificación distaba de ser compartida. La mayoría de los seguidores de Stahl reconocía el flogisto en otras sustancias inflamables, de vez en cuando diferentes, creando así una confusión creciente. En los comienzos de los años ochenta del Setecientos, la teoría del flogisto recibía, pues, interpretaciones muy distintas, contradictorias incluso; el descubrimiento de la composición del agua no hizo más que alimentar la aparición de nuevas hipótesis, cada vez más atrevidas, sobre la identidad de tan misteriosa sustancia. Para Lavoisier, por el contrario, el significado de las observaciones de Cavendish confirmaba ulteriormente la validez de la teoría del oxígeno.

El 23 de junio de 1783, Lavoisier reunió en su laboratorio del Arsenal lo más granado de los científicos de la Academia de las Ciencias para repetir, con nuevos instrumentos y recursos técnicos, los experimentos de Cavendish. Apenas un año después, Lavoisier acometía un nuevo experimento gracias al cual se posibilitó la descomposición del agua en hidrógeno y oxígeno, confirmando de ese modo la naturaleza compuesta del agua. El 19 y el 28 de febrero de 1785, Lavoisier reunió más de treinta científicos, físicos, geómetras y naturalistas, ante los cuales repitió los nuevos experimentos. La relación de ese episodio crucial se publicó en el primer número del Journal Polytype de 1786. La reseña se cerraba con la afirmación de que el agua constaba de 85 partes de oxígeno y 15 de hidrógeno.

A tal cuantificación había arribado Lavoisier mediante la aplicación de un método de análisis sumamente riguroso, apto para medir con exactitud los pesos específicos de los cuerpos. La conclusión de aquella breve memoria subrayaba no tanto los resultados obtenidos cuanto la metodología que había permitido que la nueva química se afirmara como ciencia rigurosa. <>.

Las cualidades secundarias que hasta entonces habían gobernado el edificio de la química eran despojadas por Lavoisier de cualquier valor cognoscitivo. El modelo de esa toma radical de postura metodológica lo constituía, sin duda, Galileo. En el Saggiatore (1623) el científico de Pisa había mostrado las insuficiencias de la física aristotélica poniendo en cuestión el valor científico de las cualidades secundarias. El estudio de los cuerpos debía ceñirse al examen de las relaciones numéricas de sus movimientos y configuraciones geométricas. Los olores, sabores y colores de los cuerpos no podían tomarse en consideración, por tratarse de manifestaciones variables y subjetivas de la percepción. Más de siglo y medio después, Lavoisier adaptaba las indicaciones metodológicas de Galileo a las exigencias de la química. El análisis de las cualidades secundarias que había dominado la actividad de los químicos durante siglos se sustituía con el examen rigurosamente cuantitativo de los pesos y los volúmenes de los cuerpos. Hemos visto que ese programa había sido pergeñado ya por Lavoisier en 1764, si bien solo ahora, con los experimentos cuantitativos sobre la composición y descomposición del agua, encontraba una sólida confirmación experimental.

Los resultados obtenidos por Lavoisier y su resonancia internacional le indujeron a lanzar un ataque directo contra la teoría del flogisto de Stahl. El 18 de junio de 1785 presento ante la Academia de las Ciencias una extensa memoria titulada Reflexiones sobre el flogisto, donde mostraba que todas las operaciones y descubrimientos químicos modernos admitían perfecta explicación, en muchos casos mejor, sin necesidad de recurrir a la hipótesis del flogisto. Lavoisier reconocía que Stahl había realizado <>, había unificado gracias al flogisto operaciones químicas consideradas distintas, como la combustión y la calcinación. Sin embargo, la admiración y la deuda que todos los químicos habían justamente expresado con respecto a Stahl y su teoría habían cristalizado, en los últimos decenios, en una defensa ciega de sus principios fundantes.

A los ojos de Lavoisier, tal defensa a ultranza resultaba tanto más inexplicable cuanto mayor era el número de descubrimientos realizados desde 1770 sobre los gases, un ámbito de investigación del que no se ocupó Stahl en absoluto. Justamente porque el médico alemán consideraba el aire como un instrumento químico pasivo e irrelevante, resultaba inevitable que para conciliar los descubrimientos pneumáticos con la teoría del flogisto hubiera que sortear muchas dificultades y a un precio de onerosos retorcimientos conceptuales. <>. Sin atenerse ya a las cautas declaraciones del pasado, Lavoisier traía a colación las diferentes interpretaciones que sus contemporáneos habían dado del flogisto, poniendo de manifiesto las contradicciones, los errores interpretativos y la falta de coherencia experimental. Si todos los fenómenos pneumáticos podían explicarse, fácilmente y sin contradicciones, con la nueva teoría del oxígeno, ¿por qué cansarse en conciliar los descubrimientos con una teoría que ni siquiera los había previsto?

Otra razón, no menos importante, para abandonar el flogisto estribaba en el enfoque cualitativo adoptado por Stahl en su valoración de las reacciones químicas. Si, durante la calcinación, el metal adquiría peso, en vez de perderlo como creía Stahl, no podía resolverse la cuestión recurriendo a la hipótesis absurda de que el flogisto poseía peso negativo y que, liberándose del metal calcinado, le hiciera aumentar de peso. Si la cal metálica aumentaba de peso, significaba que se había combinado con otra sustancia cuya identidad podía descubrirse a través del peso específico.

El ataque de Lavoisier contra la teoría del flogisto iba dirigido sobre todo contra los químicos y naturalistas que habían intentado con obstinación adaptar la vieja teoría a los nuevos fenómenos pneumáticos. No se exculpó a nadie. Las hipótesis de Priestley, Cavendish, Macquer y otros científicos reputados que seguían fieles al flogisto recibieron una crítica durísima. Para el químico francés, la resistencia a abandonar la tradición stahliana obedecía a la costumbre de contemplar la naturaleza desde una perspectiva adquirida y reafirmada. <>.

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