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El rey de los neandertales

Jun 18, 2018

Por: Emiliano Bruner Jot Down, Mayo de 2018 Como todas las actividades humanas, también la ciencia es una mezcla de ingenio y de azar, de estrategias y de casualidades, de buenas estrellas y de malas rachas. Isaac Asimov decía que la verdadera frase asociada a los grandes descubrimientos no es «¡Eureka!» sino «Qué raro…». Y esto porque […]

Por: Emiliano Bruner

Jot Down, Mayo de 2018

Como todas las actividades humanas, también la ciencia es una mezcla de ingenio y de azar, de estrategias y de casualidades, de buenas estrellas y de malas rachas. Isaac Asimov decía que la verdadera frase asociada a los grandes descubrimientos no es «¡Eureka!» sino «Qué raro…». Y esto porque los hallazgos no se hacen donde hay luz, sino donde hay sombra. Para descubrir nuevas reglas hay que encontrar dónde se incumplen las viejas. Así es que, con frecuencia, el hallazgo se debe a una fatalidad, y las respuestas se encuentran allí donde no se estaban buscando. Al fin y al cabo la ciencia es una apuesta: se necesita experiencia, conocimiento, un cálculo preciso y riguroso, y luego, sencillamente, que haya suerte.

El primer neandertal se descubrió en 1856 en Alemania, durante la explotación de unas colinas mineras a las afueras de Düsseldorf. Todavía se lee en algunos libros que su nombre procede del valle (thal en alemán) de un supuesto río Neander, pero es un bulo generado por un abuso del copia-y-pega editorial. El riachuelo se llamaba Düssel, y por lo visto aquellas cañadas se dedicaron a Joachim Neander, un pastor evangélico del siglo XVIIfamoso por la composición de himnos y cantos religiosos, que buscaba en aquellos bucólicos meandros la paz para celebrar sus oficios y componer sus cánticos. Lo curioso es que el verdadero apellido de su familia era Neumann, pero su padre lo había traducido al griego según una moda de su tiempo, cambiándolo a Neander, literalmente, en ambos idiomas, hombre nuevo. Es decir, el primer hombre fósil que hemos hallado ha pasado a la historia con un apodo que —por pura casualidad— en lugar de matizar su pertenencia al pasado promete modernidad y una esperanza hacia el futuro. En fin, Neanderthal quiere decir «el valle del hombre nuevo».

Los obreros encontraron los huesos en una pequeña cueva, a bote pronto restos de un oso por su patente robustez, pero luego fueron reconocidos como restos humanos, aunque bien raros. Darwin publicaría oficialmente su teoría en 1859, así que la mesa estaba lista para el debate. Pero aquellos fósiles no cumplían con las expectativas de ningún bando. Los antievolucionistas apostaban por huesos patológicos, quizá de un soldado enfermo que había acabado descansando eternamente en aquella covacha. Los evolucionistas tampoco se quedaban conformes, porque un ancestro humano, según una idea de evolución lineal y progresiva, tenía que tener la cabeza más pequeña que la nuestra, y no era el caso. Por ende, no le dieron demasiada importancia y optaron por interpretar el hallazgo como los restos de alguna raza ancestral y perdida de nuestra misma estirpe, un aborigen alemán de primitiva cultura. Total, que a nadie se le ocurrió la idea de una especie humana extinta, distinta de la nuestra. Bueno, a ningún paleontólogo. Se le ocurrió, de hecho, a William King.

King nació en la Inglaterra de 1809 y creció con muchas inquietudes hacia las ciencias naturales, pero en una clase obrera y sin un recorrido de estudios formales. Abrió una librería, frecuentó y se reunió con otras almas indagadoras y fecundas, se deleitó seriamente con la geología, recogió notas y muchas muestras, hasta que en 1840 acabó como curador del Hancock Museum, en Newcastle. Ahí amplió sus colecciones (al parecer tras algunos conflictos con el mismo museo) y en 1849 le entregaron la cátedra de Geología y Mineralogía en el nuevo Queen’s College de Galway, en Irlanda. Era una Irlanda de una pobreza extrema, aunque no era lo normal que una persona sin educación académica (además de forastera) consiguiera una plaza como profesor. Pero traía colecciones importantes, y así fue como el rey (King) encontró a la reina (Queen). Ahí desarrolló todo su potencial cultural, dejando a su paso una copiosa producción científica y geológica, y sentando las bases de esta disciplina en aquellas tierras nórdicas. Pero lo dicho, se ocupaba de sedimentos y de estratigrafías, una geología a menudo diseñada para un contexto productivo (minería y agricultura) y, a nivel paleontológico, los fósiles que estudiaba eran moluscos, corales y otros invertebrados marinos. Su aportación principal fue sobre la geología del Pérmico inglés, un período entre 250 y 300 millones de años. Nada que ver con la anatomía, con la evolución humana o con los tiempos más recientes de nuestra prehistoria.

De hecho, nunca llegó a ver un neandertal. Pero, mira tú por donde, un día recibió un molde de yeso de aquella famosa bóveda del valle de Neander y, por lo visto, le sacó bastante provecho. El concepto de diversidad y de variación es crucial en biología, y aquella bóveda le pareció demasiado diferente como para poderla justificar con la historia de un cosaco enfermo o de un aborigen perdido. Buscó colecciones antropológicas, razas y gentes del mundo, comparó. Se percató del particular tamaño óseo y muscular, y de la peculiar forma de las costillas. Pero sobre todo, gracias a su molde, hizo un estudio bastante detallado de la anatomía del cráneo, hueso por hueso, hasta concluir que ninguna población humana, a pesar de nuestra asombrosa diversidad, llegaba a tener aquellas formas tan extremas. Y, finalmente, en 1863 se presentó frente a la asociación científica británica diciendo que la bóveda sí era humana pero, en su opinión, de «otros» humanos. Linneo ya había establecido desde hacía más de un siglo sus reglas taxonómicas para dar nombres a las especies, pero hasta entonces nadie se había atrevido a nombrar otra especie dentro de nuestro mismo género, así que King fue el primero en etiquetar un ser humano diferente a nosotros, y lo llamó Homo neanderthalensis. Quién le iba a decir al pastor evangélico del siglo XVII (y a su padre) que, después de tanto componer en aquellos bosques, su apellido de hombre nuevo acabaría para siempre asociado ¡al prototipo de hombre extinto! Bueno, y hay que decir que, de haber sido por King, la cosa podría haber ido incluso más allá, porque parece que estaba decidido a apostar no por una especie distinta, sino por un género distinto. Pero ya era mucho pedir, así que se limitó a nombrar una nueva especie dentro de nuestro mismo género.

Así pues, se abrió un debate que, como a menudo ocurre en este campo, se arrastró durante mucho tiempo con defensores de todas las posibles alternativas, basadas a menudo en expectaciones, sesgos y especulaciones, y opiniones perfectamente plausibles aunque nunca demostrables. Lo de King tampoco se tomó demasiado en serio, y se mencionó como una posibilidad más entre las muchas. Al fin y al cabo, no era paleontólogo ni anatomista, no había tenido una formación académica, y los demás fósiles que había estudiado eran conchas pérmicas. En algunos contextos oficiales se le presentó por error como profesor de anatomía, desconociendo su profesión de geólogo ajeno al mundillo de la antropología. Tampoco era darwiniano convencido, y unos cuantos como él intentaban conciliar el mundo de la fe con el de la ciencia, por ejemplo pensando en un creador que diseña los modelos básicos y una evolución que luego esculpe los detalles. A pesar de su análisis anatómico tan minucioso, sus razonamientos estaban, de hecho, plagados de sesgos y prejuicios propios de su tiempo. Descartando la afinidad con los humanos, llegó a la conclusión de que los neandertales eran más afines al chimpancé. Uno de sus criterios más tajantes para excluir los neandertales de nuestro linaje fue la comparación con «razas inferiores» que alcanzaban un mínimo apenas aceptable de humanidad: siendo los neandertales ni siquiera comparables con ellas, no podían ser parte de nuestra especie. Su población límite eran los andamaneses, que, según la perspectiva de la época, representaban un nivel básico del umbral humano, tan primitivos que, a lo mejor… no eran capaces de entender la existencia de Dios. La rotundidad de nuestra cabeza era garantía de capacidad superior, y si los neandertales no alcanzaban ni siquiera el nivel de los andamaneses tendrían que ser excluidos de nuestra propia estirpe. Y, por supuesto, tachados de mente simiesca.

Dibujos de la bóveda de Neandertal publicados por William King.

A lo largo de su carrera, King siguió defendiendo su propuesta taxonómica, sin más, mientras se ocupaba de sus cosas, de su geología, de sus mapas, de sus invertebrados, de su universidad y de sus cursos. Tuvo que retirarse muy pronto a causa de una parálisis y otros problemas de salud. Su certificado de muerte es de 1886, y habla de apoplejía, de su casa, de un nieto que lo acompañaba en sus últimos momentos y de una posición como profesor del Queen’s College de Galway, un grandísimo logro para alguien que había venido desde tan lejos.

Las colinas del valle del Düssel se arrasaron por la explotación industrial y minera (el acero de la Ruhr), y se perdió la referencia de dónde estaba el famoso sitio originario de Feldhofer. Más recientemente, a finales del siglo pasado, se encontró un viejo mapa que tenía como referencia topográfica un monolito natural que todavía persiste, y se logró volver a localizar lo que quedaba de la tierra de aquellos cerros dedicados al señor Neumann y —sorpresa— ahí estaba todavía lo que quedaba de aquel primer hombre de Neandertal. Encontraron más huesos, que encajaban perfectamente, cual puzle anatómico, con aquel mismo individuo hallado en 1856. Asombroso. Se sacaron a la luz, se hizo un bonito parque público con asientos cuadrados donde puedes enchufar tus cascos y escuchar la historia del neandertal, una estatua a su memoria, y una serie de palos altos y coloreados para no volver a perder la localización exacta del yacimiento, por el momento dejado a descansar a la espera de nuevas técnicas y de nuevas generaciones.

En realidad ya se habían encontrado otros neandertales antes de la bóveda de Feldhofer (así se llamaba la cuevecita de Düsseldorf), en particular en Bélgica y en Gibraltar, pero antes de las elucubraciones de William King nadie se había fijado en aquellos restos, que estaban aparcados en museos y colecciones a la espera de que los cazadores de fósiles empezaran su inquieta labor de sabuesos. Encontrar un neandertal en una cueva tiene su encanto, pero encontrarlo perdido en el cajón de un museo también tiene su aquel. Y unos años después ya se hallaron otros cráneos parecidos, otra vez en Bélgica. Empezaban a ser muchos para ser todos cosacos enfermos muertos en el camino, y la comunidad científica ya estaba en alerta, así que arrancó aquel debate que, con sus altibajos, ha llegado hasta nosotros.

Después de un siglo y medio de polémicas sobre que si el neandertal es parte o no de nuestra misma especie, todavía seguimos con opiniones diferentes. No cabe duda de que tenían una anatomía distinta de la nuestra, una cultura distinta, una ecología distinta, e incluso una genética distinta. Vamos, que el modelo biológico era distinto del nuestro, y su camino evolutivo diferente. Los dos linajes, el nuestro y el neandertal, se separaron probablemente hace unos 300 000 – 600 000 años, y han emprendido dos recorridos paralelos e independientes. Más allá de lo que hemos tenido en común, cada uno ha evolucionado con rasgos personales específicos, características peculiares y únicas, en sus cuerpos, en su tecnología, en su forma de pensar, de sentir y de relacionarse. Sus destinos también han sido diferentes: uno de los dos linajes ha llegado a su fin, y el otro ha llegado a la Luna. Tal vez los dos competían por recursos comunes y nuestra gente ha ganado la competición, o tal vez los neandertales se han extinguido por problemas suyos, y nosotros hemos ido repoblando tierras que se quedaban vacías. Dos caminos diferentes, dos historias diferentes, dos modelos biológicos diferentes, es decir, lo que vienen a ser, evolutiva y zoológicamente, dos especies diferentes. Ya lo decía King, a pesar de que solo tenía un molde de yeso.

Pero aunque todo eso queda bastante claro, luego empieza un cotilleo a menudo muy cansino sobre que si se habían cruzado entre sí, y cuánto, y dónde, y por qué. Quizá desencanta saber que, al fin y al cabo, esto solo es morbo sexual, no es ciencia, porque, aunque se hayan apareado, por lo visto la evolución no tiene que haberse enterado mucho y los dos caminos han seguido sus cursos distintos. Y si un posible cruce no ha influido en los modelos biológicos o en los destinos evolutivos, no atañe a la biología, sino solo al periodismo del corazón. De hecho, hoy en día muchas especies (e incluso géneros) diferentes de babuinos o de macacos se cruzan habitualmente en la naturaleza y generan individuos mestizos o poblaciones híbridas, pero son tan desemejantes que seguimos utilizando nombres zoológicos diferentes, sin entrar en debates filosóficos innecesarios. En cambio, para los neandertales todavía la cosa no está serena y, a pesar de todas las evidencias que los presentan como un linaje evolutivo digno y distinto, la especie Homo neanderthalensis a menudo se sigue mencionando con los labios apretados.

En 1942, D’Arcy Thompson, escocés, mente privilegiada de la biología, de la matemática y de las letras de su tiempo, publicó la versión definitiva de su libro Sobre el crecimiento y la forma, publicado en su versión original en 1917. Su padre, homónimo, había aceptado el encargo de la cátedra de griego en Galway, justo en 1863, el mismo año en que King proponía su nueva especie humana. William King y D’Arcy Thompson sénior formaban parte del «nido de eruditos» del Queen’s College, una apuesta institucional para enfrentarse a la pobreza de la región. En aquel histórico ensayo entre biología y geometría, D’Arcy Thompson hijo proponía buscar las ecuaciones de deformación espacial que expliquen las diferencias anatómicas entre las especies, para poder capturar la esencia de sus reglas evolutivas. Reconociendo la importancia de la selección, nos recordaba que hay también otros factores que moldean un cuerpo, asociados a las relaciones físicas y espaciales entre los elementos anatómicos. Aunque sus ejemplos atañen a peces y a caballos, evidentemente no pudo resistirse a tocar el Santo Grial del evolucionismo, es decir, el ser humano. Y, con cierta tranquilidad, concluyó que se intentó «… sin éxito, obtener una serie de transición entre el cráneo humano y prehumano, de tipo antropoide, la cuya serie (como en el caso del caballo) debería de contener otros tipos conocidos en una secuencia linear directa. Parece que no es posible, sin embargo, obtener esta serie, o pasar por sucesivas y continuas gradaciones a través de formas como MesopithecusPitecanthropusHomo neanderthalensis, y las razas inferiores o superiores del hombre moderno. El fracaso no es por culpa de nuestro método. Solo indica  que una línea recta de descendientes, o de continua transformación, no existe; sino que al contrario, entre tipos humanos y antropoideos, recientes y extintos, hay un complejo problema de un variación divergente, más que continua».

Me imagino entonces a William King y a D’Arcy Thompson junior charlando y pensando que somos unos cabezotas, que no hace falta darle tantas vueltas, que tenemos pruebas de sobra, que han pasado ciento y cincuenta años, que se ve bien incluso con un molde… Pero los humanos necesitamos tiempos largos para ver las cosas como son, y más tiempo aún para aceptarlas. La historia del neandertal empezó, como a menudo ocurre en la ciencia, con una apuesta. William King descuidó las cautelas y apostó para una perspectiva diferente, fuera del coro, sin ser del gremio y teniendo solo el molde de yeso de los fragmentos de un individuo. No sabemos si su jugada fue el fruto de una gran capacidad analítica o del azar, de la valentía o de la irresponsabilidad, de una fina estrategia o de la suerte, de una lograda sabiduría o de una dichosa corazonada. Pero apostó, y ganó. Frente a muchos otros que hicieron lo mismo en otros campos y en otras situaciones, que perdieron, y de los que nunca sabremos nada.

El molde en el que William King se basó para declarar la nueva especie Homo neanderthalensis.

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Tengo que agradecer a John Murray y a Peter Dockery por el interés y la pasión con la que se dedican a mantener viva la historia de sus instituciones, y el pasado de aquellas personas que forjaron aquellos caminos. John Murray ha sido una fuente de inspiración y de información inestimable durante la preparación de este artículo, incitándome a hurgar siempre más en esta increíble historia. Suyo es un artículo muy completo sobre William King:

Murray JNasheuer HPSeoighe CMcCormack GPWilliams DMHarper DAT 2015. «The contribution of William King to the early development of paleoanthropology». Irish Journal of Earth Science 33:1-16.

Y si queréis leer un libro realmente increíble sobre la verdadera historia de la paleontología, aquella historia que no está escrita en los libros de ciencia, sino solo en las vidas que la forjaron, os recomiendo sinceramente Los cazadores de dinosaurios, de Deborah Cadbury. Excelente, e iluminador.

 

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