Juan Gabriel Vásquez, El Espectador, Bogotá, octubre 7 de 2010
HABLEMOS, POR EJEMPLO, DE Giordano Bruno. La Santa Inquisición lo encarceló en Venecia, luego lo mandó a Roma, y en Roma lo sometió a juicio por herejía.
Entre otros, los cargos eran sostener opiniones contrarias a la fe católica, creer en la existencia de varios mundos y negar la virginidad de, bueno, la Virgen. El Cardenal Bellarmine, siguiendo las sugerencias del papa Clemente VIII, condenó a Bruno a la hoguera en 1603. La Iglesia lo quemó vivo. Hace unos años, en 2003, el Cardenal Angelo Sodano dijo desde el Vaticano que lo de Bruno había sido triste, sí, pero que la intención de los inquisidores había sido “preservar la libertad y promover el bien común”. Guardé esas declaraciones cuando las encontré en internet, no porque me sorprendieran, sino precisamente por lo contrario.
O hablemos —es otro ejemplo— de Galileo. Hacia 1616 la Inquisición ya lo ha enjuiciado y lo ha mandado a los calabozos. El papa Pablo V decreta que “la doctrina del doble movimiento de la Tierra sobre su eje y alrededor del Sol es falsa y enteramente contraria a las Sagradas Escrituras”. Galileo promete renunciar a sus conocimientos, pero más tarde, cuando el papa Urbano VIII llega al poder, Galileo, el terco Galileo, publica el célebre Dialogo, y en él refuta directamente las opiniones pseudocientíficas del papa. La Iglesia —el papa ridiculizado— le declara la guerra. Ahora sabemos que fue amenazado con la tortura por orden directa de Urbano VIII; que el papa lo hizo encarcelar, lo humilló y lo persiguió el resto de su vida. Galileo tenía 70 años y estaba enfermo, pero hasta el final fue acosado y atormentado por el papa y los suyos.
O hablemos de Darwin, por qué no hablar de Darwin. En 1871, tras años de ser insultado y humillado por las autoridades católicas de todo el mundo, publicó Descent of Man, y el catolicismo de todo el mundo le cayó encima. El médico católico Constantin James escribió todo un libro para decir que las tesis de Darwin eran “fantásticas y burlescas”, y enseguida lo mandó al papa Pío IX, que le agradeció en una carta famosa por “refutar las aberraciones del darwinismo”. Luego le pidió al mismo James que escribiera un nuevo libro para subrayar las afinidades entre el Génesis y los descubrimientos de la ciencia moderna. El libro se llamó Moisés y Darwin: el hombre del Génesis comparado con el Hombre mono, y la educación religiosa comparada con la atea.
A comienzos de la semana, cuando el Premio Nobel de Medicina le fue otorgado a Robert Edwards, pionero de la fertilización in vitro, el Vaticano saltó inmediatamente al ataque. El premio es algo “completamente fuera de lugar”, dijo el presidente de la Academia Pontificia para la Vida. Dijo que en el mundo hay congeladores “llenos de embriones” que “pueden ser trasladados a úteros”, pero que probablemente “sean abandonados o mueran”, y que eso “es responsabilidad” de Edwards. Pero claro, hace dos años el papa Benedicto XVI había dicho que “la fecundación extra corpórea infringe la barrera para la tutela de la dignidad humana”. Y en 1978, cuando nació el primer bebé probeta, la Iglesia había atacado a los médicos por estar “jugando a ser Dios”. En estos días, un periódico italiano de izquierda publicó una foto de Edwards con dos bebés, y junto a la foto, un titular irónico: El hereje.
Y así nos va.