En sus excursiones por la montaña y la llanura inmensa de Venezuela, Humboldt y Bonpland comenzaron a comprender las maravillas geológicas, biológicas y antropológicas de América, pero faltaba incursionar en los muelles y caneyes de Cuba y tomar luego el derrotero de la Cruz del Sur para internarse en la intrincada profundidad de los Andes magníficos y ascender hacia las cumbres gélidas y a la vez incandescentes donde nacen los ríos y los vientos de América Equinoccial para comprender, más allá de la experiencia física y de la conciencia científica de que eran perspicaces portadores, por qué en estas tierras Amerindias la vida natural tiene un significado y unas dimensiones tan colosales, tan abrumadores frente a la geografía natural del Viejo Mundo. Ese asombro adquirió nuevas dimensiones cuando los dos misioneros científicos escalaron la gran Sierra mexicana y cuando trasegaron los ríos inmensos y las prósperas ciudades en obra negra de los Estados Unidos recién surgidos al escenario de las naciones independientes. Fueron Humboldt y Bonpland quienes por vez primera argumentaron con demostraciones científicas ante la sabia y fatigada Europa que todo lo colosal, todo lo formidable, todo lo vital del mundo del futuro provendría de la manigua y de las montañas y de los torrentes fluviales y marítimos de la América, ese raudal inconmensurable donde fluye la vida agreste sin brida y sin tregua. Tal es la idea central que se colige de esta segunda parte del artículo en memoria de la hazaña mundial de Humboldt y Bonpland.
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