Santos ganó las elecciones presidenciales porque corchó a Noemí, que en uno de los debates televisados entre los candidatos no pudo responder a su pregunta de cómo lidiaría, si llegara el caso, la enfermedad holandesa de la economía. Noemí no supo qué decir. Pero ahora, llegado el caso, parece que Santos no sabe qué hacer.
Porque ya llegó la enfermedad holandesa a Colombia, eso no se discute. Pero da la impresión de que el gobierno no la considera un mal, sino un bien. No una enfermedad de la economía, sino la más visible demostración de su exuberante salud. De la “prosperidad para todos” que trompetean sin cesar los infinitos anuncios pagados en la televisión y la prensa (que sin duda han llevado notable prosperidad a los dueños de la prensa y la televisión). Esa enfermedad viene de los crecientes chorros de divisas traídos por las exportaciones petroleras y mineras; y por eso el gobierno, que la considera prueba de buena salud, ha confiado el impulso de la economía a la locomotora minera, que está destruyendo todos los demás sectores, pero dándole al gobierno, por lo visto, con qué subvencionarlos a medida que quiebran.
Tanto criticar el manejo económico de los gobiernos de Venezuela para acabar copiándolo en cuanto aquí brota petróleo: pagar con él para importar el resto.
La enloquecida locomotora minera, para empezar, está generando la enfermedad holandesa que el candidato Santos previó, pero que el presidente Santos no ha sabido lidiar. La revaluación del peso, consecuencia de las exportaciones de los recursos no renovables, está llevando a la quiebra a los demás sectores de la economía colombiana, salvo el bancario. Los cafeteros están en un paro violento, como si fueran maestros de Fecode o indígenas del Cauca, y su paro de carreteras bloqueadas se lleva por delante a los transportadores de todos los demás productos. Y, por añadidura, Colombia importa café. El gobierno responde dándoles un subsidio. Protestan los cacaoteros. Tendrán el suyo. Los arroceros, los paneleros, los algodoneros, los criadores de pollos, los productores de leche, los ganaderos de carne. A los textileros ya les dieron su subsidio y les subieron su arancel protector para blindarlos –como se dice ahora– contra las nefastas consecuencias, previsibles y que fueron previstas, de los tratados de libre comercio firmados a brazo partido por este gobierno y por el anterior. Pronto estaremos importando flores, y habrá que darles a los floristas su subsidio el día de San Valentín.
Porque con los insensatos TLC y la loca revaluación del peso el país se está desindustrializando, desagriculturizando y desganaderizando. Solo queda la coca, claro. Y la locomotora minera, que además de sus daños propios –los pulmones de los samarios sacrificados a las empresas carboneras, el agua de los bumangueses entregada a las minas de oro–, se lleva por delante todo lo demás. Y con ello, por supuesto, el empleo. Lo que necesita Colombia es empleo, y eso no lo dan la minería ni el petróleo; sino la industria, la agricultura e incluso la ganadería extensiva: lo que está siendo destruido. Ya sé que uno de nuestros geniales ministros de Hacienda dictaminó hace unos años que los colombianos debían acostumbrarse a buscar empleo en el exterior (y creo que él consiguió pronto alguno con buen sueldo en el Banco Mundial o el FMI). Pero ya ni allá se encuentra, desde que Europa y los Estados Unidos se pusieron a copiar a América Latina aplicando para sí las suicidas recetas del Consenso de Washington (o sea, las del Banco Mundial y el FMI). Lo que se necesita es empleo, formal y bien remunerado, para que no prospere en su lugar el empleo armado que dan las guerrillas, las bandas criminales y el delito no organizado en las ciudades y en el campo. Y en el trasfondo, la droga, claro.
A menudo se jacta el presidente Santos de las hazañas de su gobierno en materia de creación de empleo. Pero hasta el ciego DANE reconoce que lo que de verdad aumenta es el subempleo informal, que ocupa ya a 14 millones de personas en Colombia.
Tal vez hubiera sido mejor que hubiera ganado las elecciones Noemí, que por lo menos no tenía idea de lo que es la enfermedad holandesa.