Mario Livio*, Investigación y Ciencia, noviembre de 2011
Muchos de nosotros damos por sentado que las matemáticas funcionan. Los físicos formulan ecuaciones que describen el comportamiento de las partículas subatómicas y los ingenieros calculan la trayectoria de una nave espacial. Aceptamos el punto de vista propugnado por Galileo: las matemáticas constituyen el lenguaje en el que está escrito el libro de la naturaleza. Esperamos que su gramática explique los resultados experimentales y que incluso prediga nuevos fenómenos. Resulta muy difícil subestimar su poder. Considere, por ejemplo, las ecuaciones de Maxwell. Estas cuatro expresiones no solo resumían todos los conocimientos de la época sobre la electricidad y el magnetismo, sino que predijeron la existencia de las ondas de radio dos décadas antes de que Heinrich Hertz las detectara. Pocos lenguajes logran articular tanto de manera tan sucinta y precisa. Albert Einstein se preguntaba: “¿Cómo es posible que las matemáticas, una creación humana independiente de la experiencia, se ajusten de una manera tan excelente a los objetos de la realidad física?”.
El quid de la cuestión encierra un debate que matemáticos, físicos, filósofos y científicos cognitivos han mantenido desde hace siglos. ¿Son las matemáticas un conjunto de herramientas inventadas, como opinaba Einstein, o existen de veras en algún dominio abstracto, cuyas propiedades nos limitamos a descubrir los humanos? Muchos matemáticos brillantes, como David Hilbert, Georg Cantor y el grupo conocido como Nicolas Bourbaki, compartieron el parecer de Einstein, asociado a la escuela formalista; otros, como Godfrey Harold Hardy, Roger Penrose o Kurt Gödel, han sostenido la postura contraria, el platonismo matemático. El debate sobre la naturaleza de las matemáticas sigue vivo y parece evadir una respuesta. En mi opinión, plantear la pregunta en términos binarios excluye una posibilidad más sutil: que tanto la invención como el descubrimiento desempeñen funciones clave. Es la combinación de ambos lo que da cuenta del excelente funcionamiento de las matemáticas. Y aunque eliminar la dicotomía no explique por completo la eficacia de las matemáticas, se trata de un problema tan profundo que hasta el paso más modesto hacia su solución constituiría un progreso.
Invención y descubrimiento Las matemáticas tienen dos formas de resultar irrazonablemente eficaces: una activa y otra pasiva. En ocasiones, los científicos crean métodos específicos para cuantificar fenómenos del mundo real. Isaac Newton concibió el cálculo diferencial con el propósito de captar el movimiento y el cambio, para lo cual los subdividió en “fotogramas” infinitesimales. No debe extrañar que esta clase de invenciones “activas” resulten eficaces: después de todo, las herramientas están hechas a la medida. Lo sorprendente es la excelente precisión que alcanzan en algunos casos. Consideremos, por ejemplo, la electrodinámica cuántica, la teoría concebida para describir la interacción entre luz y materia. Al emplearla para calcular el momento magnético del electrón, la predicción teórica reproduce el valor experimental más reciente (según las mediciones de 2008, 1,00115965218073, en las unidades apropiadas) con una precisión de unas pocas partes por billón.
Pero lo que quizá resulte aún más sorprendente es que, otras veces, los matemáticos generen nuevos campos de estudio sin ninguna aplicación en mente y, décadas o siglos después, los físicos les encuentren utilidad para entender sus observaciones. Los ejemplos de esta clase de eficacia “pasiva” abundan. El matemático Évariste Galois desarrolló la teoría de grupos a principios del siglo XIX con el único propósito de determinar las condiciones necesarias y suficientes para resolver ecuaciones polinómicas. A muy grandes rasgos, un grupo es una estructura algebraica compuesta por un conjunto de entidades (los números enteros, por ejemplo) y una serie de operaciones entre ellos (como la suma) que obedecen ciertas reglas (como la existencia de un elemento neutro –el 0− que, al sumarlo a cualquier otro entero, da como resultado el mismo número). La física del siglo XX halló en este campo tan abstracto la clave para categorizar las partículas elementales. En los años sesenta, Murray Gell-Mann y Yuval Ne’eman mostraron de manera independiente que cierto grupo denominado SU(3) reflejaba el comportamiento de los hadrones (las partículas compuestas por quarks). Dicha conexión acabó por forjar los fundamentos de la teoría moderna que explica por qué los núcleos atómicos se mantienen unidos.
La teoría de nudos proporciona otro hermoso ejemplo de eficacia pasiva. Los nudos matemáticos son similares a los nudos comunes y corrientes, salvo que los primeros carecen de cabos sueltos. Hacia 1860, Lord Kelvin albergaba la esperanza de describir los átomos como tubos de éter anudados. Aquel modelo no halló ninguna correspondencia con la realidad, pero los matemáticos continuaron estudiando los nudos durante largo tiempo. Hoy, la teoría de nudos nos ha ayudado a formular la teoría de cuerdas y la gravedad cuántica de bucles, nuestros mejores intentos por articular una teoría del espaciotiempo que reconcilie a la mecánica cuántica con la relatividad general. Del mismo modo, los hallazgos de Godfrey Harold Hardy en un campo tan abstracto como la teoría de números trajeron consigo grandes avances en criptografía, a pesar de que el propio Hardy llegase a declarar que había hallado jamás “una aplicación bélica de la teoría de números”. En 1854, Bernhard Riemann desarrolló las geometrías no euclídeas, el estudio de los espacios en los que las líneas paralelas tienen permitido converger o divergir. Más de medio siglo después, Einstein se sirvió de la geometría diferencial para construir la teoría general de la relatividad.
Emerge un patrón: los humanos inventan conceptos matemáticos a través de la abstracción de elementos del mundo que los rodea –figuras, líneas, conjuntos, grupos, etcétera−, ya sea con algún propósito concreto o simplemente por diversión. Después, descubren conexiones entre dichos conceptos. Dado que ese proceso de invención y descubrimiento es obra nuestra –a diferencia del tipo de descubrimiento que postulan los platonistas−, las matemáticas se basan, en último término, en nuestras percepciones y en las imágenes mentales que somos capaces de evocar. Por ejemplo, todos poseemos un talento innato (que ha sido denominado “subitación”, del inglés subitizing) que nos permite reconocer cantidades al instante; sin duda, esto nos condujo al concepto de número. Contamos asimismo con grandes facultades para percibir los contornos de los objetos y distinguir entre líneas rectas y curvas, así como entre formas diferentes, como círculos y elipses. Tales habilidades probablemente nos guiaron hacia el desarrollo de la aritmética y la geometría. Del mismo modo, nuestra experiencia constante sobre causas y efectos también debió contribuir, en parte al menos, a la creación de la lógica y, con ella, a la idea de que ciertos enunciados implican la validez de otros.
Selección y evolución Al matemático alemán Leopold Kroenecker debemos la famosa declaración: “Dios creó los números naturales, todo lo demás es obra humana”. Michael Atiyah, uno de los matemáticos más brillantes del siglo XX, concibió un elegante experimento mental para ilustrar en qué medida nuestra percepción condiciona los conceptos matemáticos que podemos concebir, incluso aquellos en apariencia tan fundamentales como los números. Imaginemos qué sucedería en un mundo en el que la inteligencia no fuese un atributo humano, sino exclusivo de una medusa solitaria y aislada en medio del océano Pacífico. Todo en la experiencia de dicha criatura sería continuo: desde el flujo del agua circundante hasta los cambios de temperatura y presión. Bajo tales condiciones, y en ausencia de otros objetos o cosa alguna de carácter discreto, ¿surgiría el concepto de número? Si no hubiera nada que contar, ¿existirían los números? Al igual que la medusa, también nosotros adoptamos herramientas matemáticas aplicables a lo que nos rodea; un hecho que, indudablemente, ha contribuido a la eficacia de las matemáticas. Los científicos no escogen métodos analíticos de manera arbitraria, sino basándose en lo aptos que resulten para predecir resultados experimentales. Cuando, en una pista de tenis, la máquina lanza una pelota tras otra, utilizamos los números naturales para describir el flujo de bolas. Pero cuando un bombero utiliza su manguera, debe recurrir a otros conceptos, como volumen o peso, si desea emitir una descripción inteligible del flujo de agua. Y cuando las partículas subatómicas chocan en un acelerador, se emplean conceptos como energía y momento, pero no el número de partículas, ya que en el proceso pueden crearse otras nuevas.
Conforme pasa el tiempo, sobreviven solo los mejores modelos. Los fallidos –como el intento de René Descartes de describir el movimiento de los planetas mediante vórtices de materia cósmica− mueren al poco de haber nacido. Los modelos exitosos, en cambio, evolucionan a medida que disponemos de más y más información. La medición minuciosa de la precesión del perihelio de Mercurio, por ejemplo, nos llevó a revisar la teoría newtoniana de la gravitación y ampliarla por medio de la relatividad general de Einstein. Todo concepto matemático exitoso vive durante largo tiempo. La fórmula para el área de una esfera es tan correcta hoy como lo fue cuando Arquímedes la demostró hacia 250 a.C. Como resultado, en cada época disponemos de un arsenal de formalismos cada vez mayor en el que buscar los métodos más apropiados.
Los científicos no se limitan a escoger la solución que más se adapta a sus necesidades; seleccionan también los problemas que mejor se avienen a un tratamiento matemático. Existe, sin embargo, una serie de fenómenos para los que no es posible realizar predicciones matemáticas precisas; en ocasiones, ni siquiera en principio. En economía existen numerosas variables –la psicología de las masas, por nombrar una sola− que no se prestan con facilidad a un análisis cuantitativo. La capacidad de predicción de una teoría depende de la constancia de las relaciones más profundas entre sus variables. Nuestros análisis tampoco capturan bien el comportamiento de los sistemas caóticos, aquellos en los que el menor cambio en las condiciones iniciales deriva en resultados por completo diferentes. Los matemáticos han desarrollado la teoría de la probabilidad y la estadística para lidiar con tales problemas, pero, como ya demostrara el lógico Kurt Gödel, incluso la matemática posee límites.
Simetría y naturaleza La selección cuidadosa de problemas y soluciones explica solo parcialmente el éxito de las matemáticas para describir las leyes de la naturaleza: antes que nada, tales leyes deberían existir. Por fortuna, el cosmos parece regirse por leyes universales. Un átomo a doce mil millones de años luz de distancia se comporta del mismo modo que un átomo en la Tierra; la luz del pasado remoto y la del presente comparten las mismas propiedades, y las mismas fuerzas gravitatorias que moldearon las primeras estructuras cósmicas gobiernan hoy las galaxias. Para describir esta inmunidad al cambio, los físicos y los matemáticos han inventado el concepto de simetría.
Las leyes de la física parecen ser simétricas con respecto al espacio y al tiempo: su validez no depende de dónde, cuándo o desde qué ángulo se las examine. Se muestran idénticas para cualquier observador, con independencia de si este permanece estático, se mueve a velocidad constante o de manera acelerada. Por tanto, las mismas leyes explican los mismos resultados, llevemos a cabo nuestros experimentos en China, Alabama o en la galaxia de Andrómeda, y los efectuemos hoy o dentro de mil millones de años. Si el universo careciese de tales simetrías, cualquier intento de descifrar su comportamiento –cualquier modelo matemático basado en nuestras observaciones− se vería abocado al fracaso, ya que tendríamos que repetir una y otra vez los mismos experimentos en cada lugar y en cada momento.
Las leyes que describen las partículas subatómicas se basan en simetrías aún más sutiles: las llamadas simetrías gauge o “de recalibración”. Debido a la borrosidad intrínseca del mundo cuántico, una misma partícula puede ser un electrón –dotado de carga negativa−, un neutrino –sin carga eléctrica− o una mezcla de ambos; al menos, hasta que midamos su carga eléctrica. Sucede que las leyes de la naturaleza adoptan la misma forma cuando intercambiamos electrones por neutrinos o por una mezcla de ambos. El mismo principio se aplica a otras partículas fundamentales. Sin dichas simetrías, hubiera resultado extremadamente difícil hallar una formulación de las interacciones fundamentales de la naturaleza. Tampoco habríamos avanzado gran cosa sin el principio de localidad, el hecho de que cualquier objeto solo pueda verse afectado por su entorno más inmediato y nunca por fenómenos distantes. Gracias a la localidad, podemos aspirar a construir un modelo matemático del universo tal y como armamos un rompecabezas: partiendo de una descripción de las interacciones básicas entre partículas elementales e incorporando sobre ellas más y más conocimiento.
Nuestro mejor intento matemático por unificar todas las interacciones fundamentales requiere una simetría más, denominada supersimetría. En un universo supersimétrico, por cada partícula que conocemos debería existir otra, aún por descubrir (su “compañera supersimétrica”). Hallar tales partículas (algo que quizá se logre cuando el Gran Colisionador de Hadrones del CERN, cerca de Ginebra, funcione a la máxima energía prevista) supondría un triunfo más de la eficacia de las matemáticas. Comencé este artículo con dos preguntas básicas e interrelacionadas: ¿La matemática, se inventa o se descubre? Y ¿qué otorga a las matemáticas su poder de explicación y predicción? Creo que sabemos la respuesta a la primera de ellas: las matemáticas constituyen una fusión intrincada de invenciones y descubrimientos. Los conceptos son por lo general inventados y, aunque todas las relaciones correctas entre ellos existiesen antes de su descubrimiento, somos los humanos quienes decidimos cuáles estudiar. No cabe duda de que la selección de asuntos que hemos decidido abordar por medios matemáticos ha desempeñado una función importante en la eficacia percibida de la matemática. Pero esta no funcionaría si no existiesen propiedades universales esperando ser descubiertas. Pero, ahora, podríamos preguntarnos por qué la naturaleza se rige por leyes universales. O, de manera equivalente, por qué nuestro universo obedece ciertas simetrías y el principio de localidad. Ciertamente, desconozco la respuesta a tales preguntas; solo quisiera señalar que, tal vez, en un universo sin esas características, la complejidad y la vida jamás habrían aparecido y no estaríamos aquí para hacernos tales preguntas. *Mario Livio es astrofísico teórico en el Instituto Científico de Telescopios Espaciales de Baltimore.