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La quimera

Oct 16, 2013

Por: William Ospina

En el número 72 de la Rue de BELLville, una placa cuenta que en esos peldaños, en la calle misma y en la mayor privación, nació en 1915 una niña cuya voz habría de conmover al mundo.

Mucho se discute en Francia si fue verdad, o si es otro rasgo pintoresco añadido para completar el dibujo de una leyenda. La leyenda de la muchachita muy pobre, hija de un contorsionista y de una cantante fracasada, nieta de la dueña de un prostíbulo, que se abre camino cantando en las calles en medio de la pobreza y de la adversidad, que se va volviendo famosa en cafetines y cabarets parisinos, que vive mil amores y tragedias, que ayuda a su pueblo a resistir los rigores de una ocupación militar, que vive triunfo tras triunfo en los escenarios y derrota tras derrota en el mundo, que va cayendo en poder del alcohol y de la morfina, que al fin se desploma en pleno escenario y vive sus últimos años entre el esplendor y el abismo.

Pero todos esos rasgos de la leyenda son verdaderos. Descendiente de italianos y bereberes, hija de una madre alcohólica que tenía su misma voz y sus mismos gestos pero que no tuvo nunca su misma suerte, protegida en la infancia por las muchachas del burdel de su abuela, cantando en los callejones y los bajos fondos de una ciudad bella y miserable, una perfecta hija de las calles, Edith Piaf se exaltó desde los años treinta en el símbolo de la canción popular francesa.

De Paul Valery alguien dijo que el cuerpo en él era un pretexto para el espíritu. De Piaf habría que decir que su cuerpo era apenas el instrumento de una voz poderosa y de una misteriosa energía vital. Pequeña, menuda, frágil, parecía crecer cuando cantaba, invadir el espacio. Todo el que la conoció le añadía algún trazo a su leyenda: que la abuela materna no le servía leche en el biberón sino vino, para “eliminar los microbios”; que su padre contorsionista al partir hacia el frente de batalla en la Primera Guerra Mundial, la confió a los tiernos cuidados de una legión de prostitutas; que abandonada por su madre, acabó sintiendo sólo rencor por ella; que siendo más un carácter que una belleza, los hombres que caían bajo su influencia siempre se enamoraban, y quedaban cobijados por su fama y por su leyenda.

Piaf no encarnó a esa Francia sofisticada y soberbia que después nos vendieron las pasarelas y la cosmética. Es la encarnación de otra Francia: más hija de los miserables de Victor Hugo y de los antros que frecuentaban los poetas malditos, del callejón donde se ahorcó Gerard de Nerval y de ese pobre personaje de Balzac, el papá Goriot, que desde un banco de parque, con el traje raído, ve pasar en carruajes a sus hijas bien casadas, por las que ha sacrificado la vida entera, que no se atreve a saludarlas para que nadie sepa que son hijas de un hombre tan pobre, y que siente envidia hasta del perrito perfumado que ellas llevan en su regazo.

Es esa Francia desolada y sentimental de los poemas de Baudelaire y de los cuadros baratos de Montmartre, pero también la Francia alegre y aturdida del Moulin Rouge y de los cuadros de Toulouse Lautrec, un país de gente humilde y orgullosa, que sobrelleva su pobreza sin dejar de cantar y de luchar, que hace sentir su dignidad por igual en las fiestas y en las barricadas.

Delgada, rígida, vestida invariablemente de negro, con líneas negras en lugar de cejas, con ojos melancólicos de Bette Davis, manos tensas que van marcando el ritmo, y una voz que cuando brota ya no deja pensar en otra cosa, Piaf impuso su estilo a la Francia invadida por los alemanes, a la Francia exultante de la Liberación, a la Europa devastada de la postguerra, y después a los Estados Unidos que recibieron en su voz a ese continente al que habían ayudado a salvar con el desembarco en Normandía y la cruzada de Eisenhower por el Rhin.

En la democracia francesa de aquellos tiempos no había un abismo entre lo popular y lo cultivado. Los grandes artistas de Montparnasse, como años antes los de Montmartre, Pigalle y Menilmontant, frecuentaban las mismas tabernas de los pobres. Ya en 1940 uno de los grandes intelectuales franceses, Jean Cocteau, escribía canciones para Edith Piaf, y siguió siendo su amigo hasta el final de su vida. No sólo le hizo el honor de morir el mismo día, cuando se enteró de que ella había muerto, sino que fue él quien dijo que Piaf “era capaz de hacer llorar a la gente hasta cantando el directorio telefónico”.

Un día Piaf contrató como su secretario a un joven de origen armenio Varenagh Aznavurian, que desde entonces fue el telonero de sus conciertos, y que con los años se convertiría en Charles Aznavour. Hay que decir que buena parte de lo que fue la canción francesa del siglo XX la tuvo a ella como inspiradora y estímulo. Sus canciones suenan aún como si estuviera viva; sus discípulos, Montand, Moustakí, Brel, llenaron los aires del siglo; y su rostro está esta semana en todas las revistas francesas. Edith Piaf murió a los 48 años, hoy hace medio siglo.

El poeta ruso Evgueni Evtuchenko la oyó cantar un día, y escribió que Piaf no parecía un ser humano sino un trozo de mitología. Que en el escenario parecía como si estuviera a punto de arrojarse al Sena; pero que de repente en esa voz había alarmas, cañonazos, juramentos, quejidos y voces de sombra. Que parecía más bien como si una quimera de piedra hubiera caído de Notre Dame y hubiera empezado a cantar.

 

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