Por: Eduardo Barajas Sandoval
Destruir las propias semillas es una forma de suicidarse. Obligar a un agricultor a despreciar la mejor parte de su propia cosecha es un contrasentido. Despojarlo de ella, para que no pueda aliarse con la tierra y propiciar su reproducción, es una afrenta.
Hacer todo eso por la fuerza, así sea a nombre de la ciencia, sin respetar tradiciones antiguas y arraigadas y sin haber culminado un proceso educativo que permita a cada quien escoger lo que desee, es un recorte indebido a las libertades más elementales.
No tiene nada de malo, por sí solo, como avance de la ciencia, que alguien se dedique a experimentar con especies vegetales en busca de hacerlas más resistentes, más alimenticias, más fácilmente adaptables, más productivas o más fáciles de cultivar. El problema es que la tarea se haga en desarrollo de un juego agresivo y peligroso, con posibilidades de abuso y de accidentes irreparables. Porque la evolución milenaria y la adaptación de las especies a la tierra y a los más variados climas y entornos, para consolidar en uno u otro paraje lo que justamente se ha dado en llamar especies nativas, tiene profundo sentido en la lógica sabia del orden natural. Y ya hemos sufrido el impacto negativo de la violencia contra natura que significa la introducción de especies modificadas, arbitrariamente introducidas en entornos que se desorganizan y colapsan por los desequilibrios que pueden traer para los ecosistemas y la tragedia que implican para la biodiversidad de la que tanto nos preciamos, y que tanto nos envidian.
Pero hay algo más grave todavía y es que los empresarios de la innovación acompañan su trabajo de elaborados argumentos para justificar sus aventuras, y también su negocio, porque es allí donde desemboca cada nuevo descubrimiento, cuya protección se logra a través de su propiedad intelectual, que muchos legisladores y gobernantes corren a proveer, de manera que terminan por fortalecer los monopolios en la producción de alimentos, a costa de las libertades de los agricultores en cuanto a la escogencia de las semillas que quieran utilizar para reproducir sus cultivos.
Al ritmo de esas alianzas México pasó de ser la primera fuente mundial de producción de maíz a importar el grano de los Estados Unidos. También pasó a someterse al dominio de la tecnología de reproducción del producto y a los vaivenes de controversias ajenas entre los que prefieren seguir en el cultivo para producir alimento y los que desean dedicarse a la obtención de biocombustible. Si se da una vuelta al mundo será fácil encontrar que el fenómeno se repite en muchos lugares y respecto de diferentes productos, de manera que se presenta un preocupante panorama de países que han pasado de ser exportadores a importadores de alimentos, además de convertirse en dependientes de semillas foráneas, lo mismo que de insumos agrícolas que las acompañan. Para no hablar de la pérdida que significa para la humanidad la desaparición de miles de especies nativas, en una y otra parte, además de la desazón de los campesinos a quienes se agrede en el fondo de sus creencias y de sus tradiciones, sin darles espacio para que ejerzan la libertad elemental de cultivar lo que quieran.
El argumento de la libre competencia, que tantas ventajas puede traer en sus expresiones más transparentes, cuando se presenta entre iguales, ha sido el vehículo principal para que se configure el perverso cuadro anterior. Solo que casi nadie repara en el hecho de que las bondades de dicho principio quedan desvirtuadas cuando se trata de aplicarlo entre partes tremendamente desiguales. Es entonces cuando en el escenario de la producción agrícola mundial se hace cada vez más preocupante la acción de quienes en países periféricos, y a pesar de sus obligaciones como defensores del interés público, toman como propias causas ajenas y de pronto a nombre del progreso, pero sin miramiento por su herencia, su independencia y sus tradiciones propias, se suman al esfuerzo por erradicar las semillas nativas y conducir al uso exclusivo de las diseñadas en otros contextos, con la pretensión abierta de monopolizar las claves de la producción de ciertos alimentos.
Al interior de cada uno de los países hasta el momento perdedores en esta carrera se evidencia un desencuentro entre unos funcionarios, en el mejor de los casos estudiosos y bien intencionados, de pronto más conocedores de realidades ajenas que de la propia, que jamás han sentido el placer de sembrar “al voleo”, en el acto más sublime de contacto con la tierra, y unos campesinos doctos en las artes de hacer que los cultivos se reproduzcan, pero indefensos en el contexto internacional por culpa de quienes obran a nombre de su nación. El reto para los primeros no puede ser el de contribuir a la eliminación a ultranza de la agricultura tradicional y la destrucción brutal de las tradiciones de los campesinos, sino el de ayudarlos a convertirse en ciudadanos de primera, capaces de afrontar, asociados si fuese necesario, una competencia que por ahora es desleal.
Es creciente la lista de países, y de organizaciones civiles, que se oponen al avance arrollador de las semillas impuestas, que conlleva la eliminación de las autóctonas, con la perspectiva de que, en el futuro, se pierda la riqueza de la variedad regional y local para pasar a unos pocos tipos de frutos, por lo general estériles, o protegidos por reglas estrictas que favorecen a unos pocos centros de poder mundial. Y esto ha sido posible porque hay gobiernos que no comprenden esa dimensión biológica, cultural, histórica y estratégica del arte de gobernar.
Qué tendrían que decir sobre todo esto los que se han rasgado las vestiduras ante supuestas derrotas del país en los escenarios internacionales? O los que no han sido siquiera capaces de explicar qué pasó en ciertos casos? Hasta el momento andan mudos, tal vez porque no se han dado cuenta, como de costumbre, de la forma cómo en lo más íntimo y profundo del territorio nacional, esto es en nuestras veredas, se va desvaneciendo nuestra soberanía.
El espectáculo de un documental que muestra el entierro de semillas de arroz en un botadero del Huila evoca de alguna manera, al menos en personas sensibles, el de los trenes que desocupaban sus vagones a la entrada de campos de exterminio. Al verlo se puede pensar que, con la misma lógica, de pronto alguien la podría emprender contra las razas de ganado criollo, con el argumento de que son de calidad muy inferior a las que se van produciendo en países adelantados, y terminara obligando a los campesinos colombianos a sacrificar sus ejemplares y no usar jamás sus simientes, para que semejantes especies no se reproduzcan, obligándolos por la fuerza a cambiarlas por unas que provengan de los depósitos de semen diseñado por empresas foráneas, agenciadas aquí por socios incondicionales. La producción de miel transgénica es ya un adelanto. Y, por decir algo, podríamos llegar a ver en nuestros campos, o mejor en establos, cerdos de diseño sin patas, porque no necesitan caminar sino producir carne, o vacas de quién sabe qué apariencia, que den mucha leche. Y como esas carreras son difíciles de parar, hasta podríamos temer que alguien se proponga intervenir en el proceso maravilloso de nuestro propio mestizaje, que lleva quinientos años victorioso.
El Espectador