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La visión científica del mundo

Jul 5, 2017

Por: Alan Sokal* El Malpensante, junio de 2017, #186 En tiempos de opiniones que se imponen como si fueran argumentos y ante un panorama que disfraza las mentiras de “posverdad”, la visión científica sufre los embates del cinismo político. Al calor de nuevas hogueras, este ensayo –un llamado a la sensatez– invita a recuperar la […]

Por: Alan Sokal*
El Malpensante, junio de 2017, #186

En tiempos de opiniones que se imponen como si fueran argumentos y ante un panorama que disfraza las mentiras de “posverdad”, la visión científica sufre los embates del cinismo político. Al calor de nuevas hogueras, este ensayo –un llamado a la sensatez– invita a recuperar la observación, el rigor y la evidencia como defensas ante el dogmatismo.

alan_sokal_cientifico
Me propongo compartir con ustedes algunas reflexiones sobre la naturaleza de la indagación científica y su importancia para los asuntos públicos. Superficialmente, podría decirse que me referiré a ciertos aspectos de la relación entre ciencia y sociedad; pero, como espero que quede claro, mi objetivo no es discutir la importancia de la ciencia en sí, sino de lo que uno podría llamar una cosmovisión científica –concepto que va más allá de las disciplinas específicas que usualmente se conocen como “ciencia”– con relación a la toma de decisiones colectivas para la humanidad. Lo que defiendo es que una forma clara de pensar, combinada con el respeto por la evidencia –especialmente por aquella indeseada e inconveniente que desafía nuestras preconcepciones–, es de una importancia fundamental para la supervivencia humana en el siglo XXI, sobre todo en un sistema de gobierno que declare ser una democracia.
Por supuesto, podría pensarse que hacer llamados al buen juicio y al respeto por la evidencia es un poco como abogar por la maternidad y el pie de manzana –y en cierto sentido tendrían razón–. Difícilmente alguien respaldaría de forma abierta la insensatez o el irrespeto por la evidencia. Más bien, lo que las personas hacen es rodear estas prácticas en una neblina de verborrea generada para esconder de los otros –y de sí mismos, en la
mayoría de casos– las verdaderas implicaciones de su modo de pensar. George Orwell tenía razón cuando advirtió que la mayor ventaja de hablar y escribir claro es que “al decir algo estúpido, su estupidez será obvia incluso para ti”. Espero poder ser tan claro como Orwell deseaba.
Comenzaré, tal vez de forma algo pedante, haciendo algunas distinciones importantes. La palabra “ciencia” tiene al menos cuatro significados: denota una tarea intelectual dirigida al entendimiento racional del mundo natural y social; denota también un corpus actualmente aceptado de conocimiento sustantivo; delimita la comunidad de científicos, sus costumbres y estructura económica; y, finalmente, se refiere a la ciencia aplicada y a la tecnología. En este ensayo me concentraré en los primeros dos aspectos, con algunas referencias al tercero, dejando de lado la tecnología. Así, con “ciencia” me refiero, en primer lugar, a una perspectiva que privilegia razón y observación, y a una metodología cuyo objetivo es la adquisición de un conocimiento riguroso sobre el mundo natural y social. Esta metodología se caracteriza, sobre todo, por su espíritu crítico; es decir, por comprometerse a un incesante análisis de sus afirmaciones a través de la observación y/o experimentación – entre más estrictas, mejor– y a descartar aquellas que no pasen la prueba. El falibilismo es el corolario de un espíritu crítico: comprender que todo conocimiento empírico es tentativo y está abierto a revisión a la luz de nuevas evidencias o nuevos argumentos convincentes (aunque sea poco probable, claro está, que los aspectos más sólidos del conocimiento científico sean descartados por completo).
Es importante aclarar que las teorías bien comprobadas en las ciencias maduras se apoyan en una poderosa red de evidencia proveniente de diversas fuentes. Además, el progreso de la ciencia tiende a vincular estas teorías en un marco unificado, de manera que, por ejemplo, la biología debe ser compatible con la química, y esta con la física. La filósofa Susan Haack ha hecho una analogía brillante al comparar la ciencia con un crucigrama en el que la modificación de una palabra implica cambios en las palabras interconectadas. En la mayoría de casos, los cambios son bastante localizados, pero a veces será necesario revisar grandes fragmentos del rompecabezas.
Quiero subrayar que mi uso del término “ciencia” no se limita a las ciencias naturales; este incluye toda investigación tendiente a adquirir conocimientos fiables sobre cuestiones fácticas, usando métodos empíricos y racionales análogos a los de las ciencias naturales. (Por favor nótese la limitación a los hechos. Intencionalmente excluyo de este ámbito cuestiones éticas, estéticas, de finalidad última y demás.) Por ello, la “ciencia” (en mi uso del término) es practicada de forma rutinaria no solo por físicos y químicos sino por historiadores, detectives, plomeros y de hecho cualquier ser humano en uno u otro aspecto de su vida diaria. (Lo que no quiere decir que todos la practiquemos igual de bien.)
El extraordinario éxito de las ciencias naturales en la comprensión del mundo en los últimos cuatrocientos años, de los quarks a los quásares y todo lo que hay en medio, es del conocimiento de cualquier ciudadano moderno: la ciencia es un método falible pero enormemente exitoso para obtener conocimiento objetivo (si bien aproximado e incompleto) sobre el mundo natural y, en menor escala, el social.
Pero, sorprendentemente, no todos aceptan esto; y aquí llegamos a mi primer –y más ligero– ejemplo de los adversarios de la perspectiva científica, a saber, los académicos posmodernistas y los constructivistas sociales extremos. Tales personas insisten en que el así llamado conocimiento científico no constituye de hecho un conocimiento objetivo de una realidad externa a nosotros mismos, sino que es una mera construcción social, a la par de la mitología y la religión, las cuales tendrían por ello la misma pretensión de validez.
Si tal punto de vista parece tan inverosímil que se preguntan si estoy exagerando un poco, consideremos las siguientes afirmaciones de sociólogos prominentes:
“La validez de las proposiciones teoréticas en las ciencias no se ve afectada de ninguna forma por la evidencia fáctica”. (Kenneth Gergen)
“El mundo natural tiene un rol pequeño o inexistente en la construcción del conocimiento científico”. (Harry Collins)
“Para los relativistas (como nosotros) no tiene sentido la idea según la cual algunos estándares o creencias son en verdad racionales, en lugar de simplemente aceptados como tales”. (Barry Barnes y David Bloor)
“Dado que la solución de una controversia es la causa de la representación de la naturaleza y no su consecuencia, nunca podremos usar el resultado –la naturaleza– para explicar cómo y por qué la controversia fue solucionada”. (Bruno Latour)
“La ciencia se legitima a sí misma vinculando sus descubrimientos al poder, vínculo que determina (no solo influencia) lo que cuenta como conocimiento fiable”. (Stanley Aronowitz).
Declaraciones tan francas como estas son, sin embargo, escasas en la literatura académica posmodernista. Más a menudo se encuentran afirmaciones ambiguas que, no obstante, pueden ser interpretadas (y usualmente lo son) como si quisieran sugerir lo que las anteriores citas hacen explícito: que la ciencia como la he definido es una ilusión, y que el supuesto conocimiento objetivo provisto por ella es en su mayor parte o completamente una construcción social.
Por ejemplo, Katherine Hayles, profesora de literatura de la Universidad de Duke y antigua presidente de la Sociedad para la Literatura y la Ciencia, escribe lo siguiente como parte de su análisis feminista de la mecánica de los fluidos: “A pesar de sus nombres, las leyes de la conservación no son hechos inevitables de la naturaleza sino construcciones que favorecen algunas experiencias y marginan otras… Casi sin excepción, fueron formuladas, desarrolladas y comprobadas experimentalmente por hombres. Si las leyes de la conservación representan énfasis particulares y no hechos inevitables, las personas que viven en un tipo de cuerpo diferente y que se identifican con construcciones de género alternativas pueden también llegar a diferentes modelos para la dinámica de fluidos”.
Qué idea tan interesante: tal vez las “personas que viven en un tipo de cuerpo diferente” aprenderán a ver más allá de las machistas leyes de conservación de la energía y de momentum.
Por su parte, Andrew Pickering, prominente sociólogo de la ciencia, afirma lo siguiente en su –excluyendo esta cita– excelente historia de la física de partículas moderna: “Dada su amplia preparación en sofisticadas técnicas matemáticas, la preponderancia de las matemáticas en la descripción de la realidad hecha por los físicos de partículas no es más difícil de entender que el cariño de un grupo étnico por su lengua nativa. Dentro de la perspectiva que se defiende en este capítulo, quien trata de construir una visión del mundo no tiene ninguna obligación de tomar en cuenta lo que la ciencia del siglo xx tiene para decir”.
Pero permítanme no seguir llorando sobre la leche derramada, ya que los argumentos contra el relativismo posmodernista son bien conocidos. Baste con decir que los escritos posmodernistas confunden sistemáticamente verdad con pretensión de verdad, hechos con declaraciones de hechos, y conocimiento con presunción de conocimiento –llegando luego hasta el extremo de negar que estas distinciones tengan algún sentido–.
Ahora, vale la pena señalar que todos los escritos posmodernistas que acabo de citar provienen de los años ochenta y noventa. De hecho, durante la última década, los posmodernistas académicos y los constructivistas sociales han ido abandonando las visiones más radicales que antes habían acogido. Tal vez algunos críticos del posmodernismo podemos atribuirnos algo de crédito por ello, por iniciar un debate público que arrojó una severa luz de crítica sobre tales perspectivas y forzó retiradas estratégicas. Pero la mayor parte del crédito corresponde a George W. Bush y sus amigos, quienes demostraron hasta dónde puede llevar el negacionismo científico en el mundo real. Hoy en día, incluso un sociólogo de la ciencia como Bruno Latour, quien pasó varias décadas señalando la supuesta “construcción social de los hechos científicos”, lamenta la munición que sus colegas y él pudieron haberle dado a la derecha republicana, para ayudarle a negar o ensombrecer el consenso científico global en torno al cambio climático, la evolución y muchos otros asuntos. Latour escribe:
Pese a que pasamos años tratando de detectar verdaderos prejuicios ocultos tras la apariencia de afirmaciones objetivas, ¿tenemos ahora que revelar verdaderos hechos objetivos e incontrovertibles escondidos tras la ilusión de prejuicios? Y pese a todo, aún funcionan programas de doctorado completos para asegurarse de que los buenos chicos norteamericanos aprendan de la manera más difícil que los hechos son un invento, que no hay tal cosa como un acceso imparcial, natural e inmediato a la verdad, que somos prisioneros del lenguaje, que siempre se habla desde una posición particular, etc., mientras que peligrosos extremistas usan el mismo argumento de la construcción social para destruir evidencia conseguida a pulso que podría salvar nuestras vidas.
Ese, por supuesto, es exactamente el punto al que quise llegar en 1996, sobre los extremos subjetivistas que puede alcanzar el discurso del construccionismo social. Odio decir “se los dije”, pero lo hice, así como muchos años antes que yo lo hizo Noam Chomsky. Él mismo lo recordaba hace poco:
Los intelectuales de izquierda tomaron un rol activo en la vivaz cultura de la clase trabajadora. Algunos intentaron compensar el carácter de clase de las instituciones culturales a través de programas de educación para obreros, o escribiendo bestsellers sobre matemáticas, ciencia y otros temas para el público general. Sorprendentemente, con frecuencia sus homólogos actuales buscan privar a la clase trabajadora de estos instrumentos de emancipación, al informarnos que el “proyecto de la iluminación” ha muerto, que debemos abandonar las ilusiones de ciencia y racionalidad –un mensaje que traerá regocijo al corazón de los poderosos, felices de monopolizar estas herramientas para su uso exclusivo–.

II

Déjenme pasar ahora a un segundo grupo de adversarios de la perspectiva científica, concretamente, los defensores de la pseudociencia. Por supuesto, se trata de un tema enorme, así que permitan que me concentre en uno de sus aspectos socialmente más importantes, los llamados “tratamientos alternativos y complementarios” en medicina. Y dentro de estos, me gustaría analizar con detalle uno de los más usados, la homeopatía –un caso interesante, ya que sus defensores suelen afirmar que existen pruebas, provenientes de metaanálisis de casos clínicos, de que realmente funciona–.
Veamos, un principio de la ciencia es el GIGO: garbage in, garbage out (basura entra, basura sale). Este es especialmente importante en el metaanálisis estadístico; ya que si se tiene un montón de estudios de baja calidad metodológica, cada uno basado en una muestra pequeña, y son sometidos a un metaanálisis, puede ocurrir que los sesgos sistemáticos de cada estudio –si apuntan en la misma dirección– alcancen relevancia estadística al ser agrupados. Y tal posibilidad es particularmente relevante en este caso, ya que los metaanálisis de estudios homeopáticos encuentran invariablemente que existe una relación inversamente proporcional entre la calidad metodológica del estudio y la eficacia encontrada de la homeopatía; es decir, entre más descuidado el estudio mayor la evidencia a favor de la homeopatía. Cuando uno limita su atención a estudios metodológicamente sólidos –aquellos que incluyen una adecuada aleatorización y método de doble ciego, criterios predefinidos para medir los resultados, y una contabilidad transparente de quienes abandonan la prueba– los metaanálisis no reflejan un efecto estadísticamente significativo (sea positivo o negativo) de la homeopatía en comparación con un placebo.
Pero la falta de evidencia estadísticamente convincente sobre la eficacia de la homeopatía no es la principal razón del escepticismo científico al respecto (por decir poco). Conviene tomarnos un momento para explicar esto, pues aporta una importante reflexión sobre la naturaleza de la ciencia.
La mayoría de las personas –tal vez incluso la mayoría de usuarios de remedios homeopáticos– no entienden con claridad lo que es la homeopatía. Probablemente la consideran una especie de tratamiento con plantas medicinales. Por supuesto, las plantas contienen una amplia variedad de sustancias, algunas de las cuales pueden ser biológicamente activas (con consecuencias benéficas o nocivas, como Sócrates pudo
comprobar). Pero en contraste los remedios homeopáticos son pura agua y almidón: el supuesto “ingrediente activo” ha sido diluido a tal punto que, en la mayoría de casos, no queda ni una sola molécula en el producto final.
Por ello, la razón fundamental para rechazar la homeopatía es que no existe un mecanismo plausible para que esta funcione, a menos que rechacemos todo lo que hemos aprendido sobre química y física en los últimos doscientos años (que la materia está hecha de átomos, y que sus propiedades, incluyendo sus efectos bioquímicos, dependen de su estructura atómica). Sencillamente, no hay forma de que un “ingrediente” ausente pueda tener un efecto terapéutico. Las investigaciones médicas de alta calidad no encuentran diferencia entre la homeopatía y los placebos porque los remedios homeopáticos son placebos.
(Una divertida demostración de esto se produjo en Francia, en 2007, cuando se descubrió que uno de los principales productores de medicamentos homeopáticos, Laboratoires Boiron, había intercambiado accidentalmente las etiquetas de Ginkgo biloba y de Equisetum arvense. Aparentemente, ninguno de los miles de usuarios notó algo inhabitual durante los cinco meses que duró este involuntario ensayo de doble ciego.)
Los defensores de la homeopatía suelen responder a este argumento diciendo que el efecto curativo de los remedios homeopáticos proviene de la “memoria” del desaparecido ingrediente activo, que de alguna forma es retenida por el agua en el que este fue disuelto (¡y luego por el almidón cuando el agua se evapora!).
Pero la dificultad de esto no es solo la falta de evidencia experimental confiable sobre esa “memoria del agua”; el problema es que tal fenómeno contradice la ciencia comprobada sólidamente, en este caso la mecánica de fluidos: las moléculas de todo líquido chocan de forma constante entre sí –cosa que los físicos llaman fluctuaciones térmicas– perdiendo rápidamente cualquier “memoria” de su configuración anterior (y cuando digo “rápidamente” hablo de picosegundos, no meses).
En resumen, los millones de experimentos que confirman la física y la química modernas también constituyen una fuerte evidencia contra la homeopatía. El error en la justificación de la homeopatía no es solo la falta de evidencia estadística que muestre la eficacia de los remedios homeopáticos por encima de un placebo con un nivel de confianza del 95% o 99%. Incluso una prueba clínica confiable en un 99,99% no sería competencia para toda la evidencia a favor de la física y la química modernas. Afirmaciones extraordinarias requieren de evidencias extraordinarias (y en el improbable caso de que se produjeran tales pruebas, quien las proporcione de seguro ganaría un triple Premio Nobel de física, química y biología –superando a Marie Curie, que solo ganó dos–).
A pesar de ser implausibles de acuerdo con la ciencia, los productos homeopáticos pueden ser comercializados en los Estados Unidos sin tener que cumplir con los requisitos de seguridad y eficacia exigidos para todas las demás drogas (gracias a una exclusión especial en la Ley de Alimentos, Medicamentos y Cosméticos de 1938). De hecho, las regulaciones estadounidenses exigen que todo remedio homeopático de venta libre tenga en su etiqueta al menos una condición médica que busque tratar – ¡pero sin requerir ninguna prueba de
que el producto sea en realidad eficaz!–. Las leyes en otros países occidentales son igual de escandalosas, si no más.
Pero existen otras y más peligrosas pseudociencias endémicas de los Estados Unidos. Y entre ellas destaca la negación de la evolución biológica.
Es esencial comenzar nuestro análisis distinguiendo claramente entre tres asuntos muy distintos: el hecho de la evolución de las especies; el mecanismo general de tal evolución; y el funcionamiento preciso de ese mecanismo. Por supuesto, una de las tácticas favoritas de los negacionistas de la evolución es confundir estos tres aspectos.
Entre los biólogos (y de hecho entre el público instruido en general), el hecho de que las especies evolucionaron está establecido más allá de toda duda razonable. La mayoría de especies que existieron en el pasado durante distintas épocas ya no existen; en contraste, la mayoría de especies actuales no existieron durante la mayor parte del pasado de la Tierra. En particular, el Homo sapiens moderno no existía hace un millón de años; por el contrario, otras especies de homínidos, como el Homo erectus, existían entonces y ahora están extintas. El registro fósil es inequívoco al respecto, y esto ha sido comprendido al menos desde finales del siglo xix.
El mecanismo de la evolución biológica implica un problema más sutil y nuestra comprensión científica al respecto tomó más tiempo en desarrollarse. Aunque la idea básica –descendencia modificada y selección natural– fue propuesta por Darwin con claridad meridiana en su obra de 1859, los mecanismos precisos que subyacían a la teoría darwiniana no fueron elucidados totalmente sino hasta el avance de la biología genética y molecular en la primera mitad del siglo XX. Hoy en día, comprendemos bien el proceso en conjunto: errores en el copiado de ADN durante la reproducción causan mutaciones; algunas de estas pueden incrementar o disminuir el éxito del organismo para sobrevivir y reproducirse; la selección natural incrementa la frecuencia en el acervo genético de las mutaciones que aumentan el éxito reproductivo; como resultado y con el transcurso del tiempo, las especies van adaptándose a nichos ecológicos; las especies viejas mueren y otras surgen. Hoy en día, este mapa general ha sido establecido más allá de cualquier duda razonable, no solo por la paleontología sino por experimentos de laboratorio.
Claro está, todavía existe un álgido debate entre especialistas en lo que se refiere a detalles precisos sobre teoría evolutiva (como lo hay en cualquier campo activo de la ciencia), por ejemplo, en lo concerniente a la importancia cuantitativa de la selección de grupo o de la deriva genética. Pero estas discusiones no arrojan ninguna duda sobre el hecho concreto de la evolución o sus mecanismos generales. De hecho, como señaló el celebrado genetista Theodosius Dobzhansky en un ensayo de 1973: “En biología nada tiene sentido excepto a la luz de la evolución”.
Todo lo que acabo de decir es de conocimiento general para cualquiera que haya tomado un curso medianamente decente de biología en bachillerato. El problema es que cada vez menos personas –al menos en Estados Unidos– tienen la buena fortuna de estar expuestas a un curso tal. Y la causa de ese analfabetismo científico (¿acaso no es obvio?) es la política; más precisamente, política combinada con religión. Hay quienes rechazan la evolución
porque les parece incompatible con sus creencias religiosas. Y en los países donde esas personas son numerosas o tienen un gran poder político (o ambas cosas), los políticos se postran ante ellas y suprimen la enseñanza de la evolución en los colegios públicos –con el resultado de que a las generaciones más jóvenes se les niega la oportunidad de evaluar la evidencia científica por sí mismas, y la ignorancia científica de la población se reproduce fielmente en las generaciones futuras.
El resultado de una maravillosa encuesta multicultural, llevada a cabo en 32 países europeos, Estados Unidos y Japón, en 2005, es particularmente esclarecedor al respecto. A los encuestados se les leyó la siguiente frase: “Los seres humanos, tal y como los conocemos, se desarrollaron a partir de especies primitivas de animales”, y se les preguntó si consideraban que era cierta, falsa o si no estaban seguros. Entre los 34 países, Estados Unidos se ubica en el penúltimo lugar de los que creen en la evolución; solo en Turquía – donde el legado secular se encuentra bajo la constante arremetida del gobierno islamista y sus simpatizantes– se cree menos en este hecho. (Por favor, tengamos claro que esta cuestión solo se refiere al hecho de la evolución y no a sus mecanismos.)
Por supuesto, no todas las personas religiosas rechazan la evolución. Los cristianos fundamentalistas sí lo hacen, al igual que muchos musulmanes y judíos ortodoxos; pero los católicos y protestantes liberales han llegado (con el tiempo y quizás a regañadientes) a aceptar la evolución, al igual que algunos musulmanes y la mayoría de judíos. Por lo tanto, desde un punto de vista puramente estratégico, los religiosos no fundamentalistas son aliados de los científicos en nuestra lucha por defender la enseñanza honesta de la ciencia.
Así, si tuviera una mentalidad táctica, insistiría –como la mayoría de científicos– en que la ciencia y la religión no necesitan entrar en conflicto. Podría incluso llegar a argumentar, siguiendo a Stephen Jay Gould, que la ciencia y la religión deben ser entendidas como magisteria divergente: que la ciencia trate con cuestiones de hecho y la religión con cuestiones de ética y propósito. Pero no puedo proceder de esta manera con la conciencia limpia, por la sencilla razón de que no creo que los argumentos resistan un examen lógico cuidadoso. ¿Por qué digo eso? Permítanme al menos intentar esbozar las principales razones por las que pienso que la ciencia y la religión son modos fundamentalmente incompatibles de ver el mundo.
Al analizar la religión, hay quizás algunas distinciones necesarias. Para empezar, las doctrinas religiosas suelen tener dos componentes: una parte fáctica, que consiste en un conjunto de afirmaciones sobre el universo y su historia; y una parte ética, que consiste en un conjunto de preceptos sobre cómo vivir. Además, todas las religiones hacen, por lo menos implícitamente, afirmaciones epistemológicas sobre los métodos por los cuales los seres humanos pueden obtener un conocimiento razonablemente confiable de cuestiones fácticas o éticas. Estos tres aspectos de cada religión obviamente necesitan ser evaluados por separado. Además, al discutir cualquier conjunto de ideas, es importante distinguir entre el mérito intrínseco de esas ideas, el papel objetivo que desempeñan en el mundo y las razones subjetivas por las cuales varias personas las defienden o atacan.
Por desgracia, en gran parte de las discusiones en materia religiosa no se hacen estas distinciones elementales: por ejemplo, se confunde el mérito intrínseco de una idea con los efectos positivos o negativos que pueda tener. Aquí quiero abordar solo la cuestión más fundamental, a saber, el mérito intrínseco de las diversas doctrinas fácticas de las religiones. Y dentro de eso, quiero centrarme en la cuestión epistemológica –o, para ponerla en un lenguaje menos sofisticado, la relación entre creencia y evidencia–. Después de todo, los que creen en las doctrinas fácticas de su religión presumiblemente lo hacen por lo que consideran buenas razones. Por lo tanto, es preciso preguntar: ¿cuáles son estas?
Cada religión hace decenas de aseveraciones supuestamente fácticas sobre todo, desde la creación del universo hasta el más allá. Pero, ¿qué argumentos tienen los creyentes para creer en la verdad de estas afirmaciones? Las razones que dan son diversas, pero la justificación última para las creencias de la mayoría de las personas religiosas es simple: creemos lo que creemos porque nuestras Sagradas Escrituras lo dicen. Pero, ¿cómo sabemos, entonces, que nuestras Sagradas Escrituras son verdaderas? Porque las mismas Escrituras lo dicen. Los teólogos se especializan en tejer elaboradas redes de verborrea para evitar decir algo sin tantos rodeos, pero esta joya del razonamiento circular es realmente la base epistemológica sobre la que se basa toda “fe”. En palabras del papa Juan Pablo II: “Por la autoridad de su trascendencia absoluta, Dios, que se da a conocer, es también la fuente de la credibilidad de lo que revela”. Huelga decir que esto plantea la cuestión de si los textos en cuestión fueron realmente escritos o inspirados por Dios, y sobre qué bases se sabe esto. La “fe” no es en realidad un rechazo de la razón, sino simplemente una aceptación perezosa de malas razones. La “fe” es la pseudojustificación que algunas personas emiten cuando quieren hacer afirmaciones sin la evidencia necesaria.
Pero, por supuesto, nunca aplicamos estos laxos estándares probatorios a las versiones ajenas de las Sagradas Escrituras; en ese caso, las personas religiosas son tan racionales como el resto. Solo nuestra propia religión, cualquiera que sea, parece merecer alguna dispensación especial de las pautas probatorias generales.
Y este, me parece, es el quid del conflicto entre religión y ciencia. No el rechazo religioso de teorías científicas específicas (ya sea el heliocentrismo durante el siglo XVII o la biología evolutiva hoy en día). Con el tiempo la mayoría de las religiones encuentran alguna manera de hacer las paces con la ciencia bien establecida. Más bien, la cosmovisión científica y la cosmovisión religiosa entran en conflicto sobre una cuestión mucho más fundamental: qué constituye evidencia. La ciencia se basa en la experiencia sensorial públicamente reproducible (es decir, en experimentos y observaciones) combinada con una reflexión racional sobre esas observaciones empíricas. Los religiosos reconocen la validez de ese método, pero luego afirman estar en posesión de métodos adicionales para obtener un conocimiento confiable de los asuntos fácticos –métodos que van más allá de la mera evaluación de evidencia empírica–, como la intuición, la revelación o la creencia en los textos sagrados. El problema es este: ¿qué buena razón tenemos para creer que tales métodos funcionan, en el sentido de dirigirnos sistemáticamente (aunque no invariablemente) hacia creencias verdaderas más que hacia falsas? Por lo menos en los dominios donde hemos podido probar estos métodos –astronomía, geología e historia, por ejemplo– no han demostrado ser muy confiables. ¿Por qué deberíamos esperar que funcionen mejor cuando los aplicamos a problemas aún más difíciles, como la naturaleza fundamental del universo?
Por último, pero no menos importante, estos métodos no empíricos sufren de un problema lógico insuperable: ¿qué debemos hacer cuando las intuiciones o epifanías de diferentes personas entran en conflicto? ¿Cómo saber cuál de los muchos textos supuestamente sagrados –cuyas afirmaciones con frecuencia se contradicen entre sí– son de hecho sagrados?

III.
En todos los ejemplos discutidos hasta ahora he tratado de distinguir claramente entre asuntos de hecho y cuestiones éticas o estéticas, porque los temas epistemológicos que plantean son muy diferentes. Y he restringido mi discusión casi por completo a asuntos fácticos, simplemente por las limitaciones de mi propia competencia. Pero si me preocupa la relación entre creencias y evidencia no es solo por razones intelectuales, o porque soy un “viejo gruñón que aspira al sombrío gozo de hacerles saber que no me aguanto a los tontos” (para usar las palabras de mi colega, y amigo ladilla, Norman Levitt, quien murió repentinamente hace ocho años a la temprana edad de 66). Más bien, mi preocupación por la fundamentación del debate público en la mejor evidencia disponible es, sobre todo, ética.
Para ilustrar la conexión a la que me refiero, entre la epistemología y la ética, permítanme comenzar con un ejemplo fantasioso: supongamos que el líder de un país militarmente poderoso cree, de forma sincera pero errónea, y sobre la base de una “inteligencia” defectuosa, que un país más pequeño posee peligrosas armas de destrucción masiva; y supongamos además que este líder lanza una guerra preventiva con base en ello, matando a decenas de miles de civiles inocentes como “daño colateral”. ¿Acaso no son él y sus partidarios éticamente culpables por su despiste epistemológico?
Quiero subrayar que este ejemplo es pura imaginación. La abrumadora mayoría de las pruebas actualmente disponibles sugiere que las administraciones de Bush y Blair decidieron primero derrocar a Saddam Hussein, y luego buscaron un pretexto presentable al público, utilizando “inteligencia” dudosa o incluso falsa para “justificar” aquel pretexto y engañar al Congreso, al Parlamento y a la opinión pública con el fin de que apoyaran esa guerra.
Lo que me lleva al último y, en mi opinión, el más peligroso conjunto de adversarios en el mundo contemporáneo de una cosmovisión basada en la evidencia: los propagandistas, los avivatos de las relaciones públicas y spin doctors, junto con los políticos y las corporaciones que los emplean. Para ser breves, todos aquellos cuyo objetivo no es analizar honestamente la evidencia a favor y en contra de una política en particular, sino simplemente manipular al público para llegar a una conclusión predeterminada a través de cualquier técnica que funcione, por deshonesta o fraudulenta que sea. Por lo tanto, la cuestión aquí ya no es un simple pensamiento confuso o un razonamiento descuidado; se trata de fraude.
Ahora, seguramente para la mayoría de ustedes todo esto es cuento viejo. Sabemos perfectamente que nuestros políticos (o al menos algunos de ellos) nos mienten; lo damos
por sentado, estamos acostumbrados. Y ese puede ser precisamente el problema. Tal vez estamos tan habituados a sus mentiras –tercos en nuestro cinismo– que hemos perdido la saludable capacidad de indignarnos. Hemos perdido la habilidad de llamar pala a una pala, mentira a una mentira, y fraude a un fraude. En lugar de eso, a esto último le decimos “relaciones públicas”.

***
Hemos recorrido un largo camino desde el concepto de “ciencia” entendido de forma estrecha como física, química, biología y afines. El punto es que una definición tan reducida de la ciencia es errada. El mundo real en que vivimos es uno solo; las divisiones administrativas utilizadas por conveniencia en nuestras universidades no corresponden de hecho a ninguna frontera filosófica natural. No tiene sentido utilizar un conjunto de estándares de evidencia en física, química y biología, y de repente relajar sus normas cuando se trata de medicina, religión o política. Que esto no parezca una especie de imperialismo científico; quiero recalcar que es exactamente lo contrario. Como observa lúcidamente la filósofa Susan Haack:
Nuestros estándares de lo que constituye una investigación buena, honesta y exhaustiva, y de lo que constituye evidencia buena, fuerte y concluyente, no son internos a la ciencia. Al juzgar dónde ha triunfado la ciencia y dónde ha fracasado, en qué áreas y en qué momentos ha mejorado y en cuáles ha empeorado, estamos apelando a los estándares con los que juzgamos la solidez de las creencias empíricas o el rigor y la minuciosidad de la indagación empírica en general.
La conclusión es que la ciencia no es solo una bolsa de trucos ingeniosos que resultan útiles para investigar recónditos misterios sobre los mundos inanimados y biológicos. Más bien, las ciencias naturales son, ni más ni menos, la aplicación particular –aunque una inusualmente exitosa– de una cosmovisión racionalista más general, centrada en la modesta insistencia de que las afirmaciones empíricas deben ser corroboradas por evidencia empírica.
Por el contrario, las lecciones filosóficas aprendidas tras cuatro siglos de trabajo en las ciencias naturales pueden ser de verdadero valor –si son bien entendidas– en otros dominios de la vida humana. Por supuesto, no estoy sugiriendo que los historiadores o los diseñadores de políticas públicas deberían usar exactamente los mismos métodos que los físicos, eso sería absurdo. Pero tampoco los biólogos utilizan precisamente los mismos métodos que los físicos; ni tampoco, si vamos a eso, los bioquímicos usan los mismos métodos que los ecologistas, o la física del estado sólido los mismos que la física de partículas elementales. Por supuesto, los métodos específicos de investigación deben adaptarse al tema que se trata. Lo que permanece inalterado en todas las áreas de la vida, sin embargo, es la filosofía subyacente: es decir, constreñir nuestras teorías con la mayor fuerza posible a través de evidencia empírica, y modificar o rechazar aquellas teorías que no se ajusten a la evidencia. Eso es lo que quiero decir con la cosmovisión científica.
Es por esta lección filosófica general, mucho más que por cualquier descubrimiento específico, que las ciencias naturales han tenido un efecto tan profundo en la cultura humana desde los tiempos de Galileo y Francis Bacon. El aspecto propositivo de la ciencia, consistente en hacer afirmaciones bien verificadas sobre el mundo físico y biológico, puede ser lo que primero viene a la mente cuando se piensa sobre la “ciencia”; pero su lado crítico y escéptico es lo más profundo e intelectualmente subversivo. La cosmovisión científica entra inevitablemente en conflicto con todos los modos de pensamiento no científicos que hacen afirmaciones supuestamente fácticas sobre el mundo, ¿y cómo podría ser de otra manera? Después de todo, los científicos están sometiendo constantemente las teorías de sus colegas a un riguroso escrutinio conceptual y empírico. ¿Por qué razón se podría rechazar la química basada en la teoría del flogisto, la permanencia de las especies o la teoría corpuscular de la luz enunciada por Newton –sin mencionar miles de otras teorías científicas plausibles pero erróneas– y aceptar la astrología, la homeopatía o la concepción de una virgen?
El empuje crítico de la ciencia se extiende incluso más allá del ámbito factual, a la ética y a la política. Por supuesto, como en un asunto de lógica, un “deber ser” no se puede derivar de un “es”. Pero históricamente, a partir de los siglos XVII y XVIII en Europa, y luego poco a poco en todo el mundo, el escepticismo científico ha desempeñado un papel de ácido intelectual, disolviendo lentamente las creencias irracionales que legitimaron el orden social establecido y sus presuntas autoridades, ya fuera el sacerdocio, la monarquía, la aristocracia o las supuestas razas y clases sociales superiores. Cuatrocientos años después, parece tristemente evidente que esa revolucionaria transición de una cosmovisión dogmática a una basada en la evidencia está muy lejos de haber finalizado.

*Célebre por el llamado “affaire Sokal” y por haber sido expulsado de su cátedra en la Universidad Autónoma de Nicaragua después de la caída del gobierno sandinista. Es profesor de física en la Universidad de Nueva York.

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