DE «Benigno Espinoza»
Si una de las funciones de la obra de arte -según Mukarovsky- es la comunicativa, el mejor ejemplo colectivo de la intención comunicativa de la pintura lo brinda el muralismo mexicano, un arte público destinado a las grandes masas populares. Surgió una vez terminada la etapa de guerra civil de la Revolución Mexicana (1910-1920).
Fueron muchos quienes formaron parte de él, pero la historia consagró a tres de sus representantes: Diego Rivera (1886-1957), amigo de don Ramón del Valle-Inclán y de Picasso y Modigliani -quien le hizo un retrato en homenaje-, militante zapatista, líder de la escuela, el más ambicioso, febril trabajador cuyos legendarios murales se aprecian en edificios de Ciudad de México, Chapingo, Cuernavaca, Nueva York, San Francisco, Detroit… David Alfaro Siqueiros (1898-1974), quien estudió en Francia, Bélgica, Italia y España; expulsado de su patria en 1940 por persistir en sus ideas revolucionarias, innovador técnico, desarrolló los materiales, utensilios y formas compositivas de la pintura mural. Y José Clemente Orozco (1883-1949), agrónomo jalisciense, caricaturista y propagandista político durante la Revolución, con proyección en Europa y Estados Unidos, el artista más crítico de los procesos históricos y sociales que plasmó en sus monumentales obras.
El movimiento no fue, ni mucho menos, unanimista. No era una «escuela» pictórica. Sus autores se peleaban permanentemente por los postulados estéticos y políticos. Disputaban el liderazgo, y aun la paternidad del muralismo de ese momento.
Pues ya Rivera precisaba que además de la ancestral tradición, «había en México un muralismo popular (…) que en belleza no era menos importante (…) Nunca dejaron de pintarse pulquerías, figones, cubos de zaguán de vecindades populares y corredores de cascos de hacienda y casas señoriales de provincia, además de otras manifestaciones aún más populares.» Lo de ellos fue una nueva etapa.
Compartieron, sí, las palabras que publicara Siqueiros en el diario «El Machete», en 1924, según las cuales «la meta estética fundamental debe ser socializar la expresión artística y borrar el individualismo burgués»,
y la definición del muralismo que en 1929 consignara Orozco: «es también la forma más desinteresada, más pura y fuerte, ya que no puede ser convertida en objeto de lucro personal, no puede ser escondida para beneficio de unos cuantos privilegiados, es para el pueblo, es para todos.»
Tal concepción se difundió por toda Latinoamérica. Famosos son algunos de sus seguidores, como, para citar un ejemplo, el ecuatoriano Oswaldo Guayasamín. En Colombia los hubo también. El más destacado, el escultor Rodrigo Arenas Betancourt, cuyos monumentos son la máxima expresión de este arte entre nosotros («Pantano de Vargas» -Paipa-, «Bolívar» -Pereira-, «Mártires de las Bananeras» -Ciénaga- entre otros muchos). Pero también Ignacio Gómez Jaramillo, Alipio Jaramillo y Pedro Nel Gómez, aparte del escultor en madera de origen español Ramón Barba y de su esposa Josefina.
Y ha pervivido contra viento y marea, no obstante la corriente reaccionaria de la crítica pictórica, que tanto estimulase desde Colombia la argentina Marta Traba. Ya la controvertía el escritor Dario Ruíz Gómez, en un penetrante ensayo, a propósito de sus «pocas y displicentes líneas» dedicadas a Pedro Nel Gómez en la «Historia» del arte colombiano. Y más recientemente, la pintora Clemencia Lucena clarificó toda la retórica «estética» de la Traba en contra de los muralistas: «Lo que ataca en el muralismo mexicano es la idea política que conlleva y transmite, la idea de la revolución y el socialismo.»
Los primeros frescos de estos artistas hicieron renacer la tradición mural mexicana y fueron realizados en instituciones públicas. Tuvieron como común denominador la temática de las consecuencias de la Conquista española, la Revolución, el movimiento agrario (Zapatista) y las tradiciones culturales del pueblo. En esta etapa inicial, característica de los años veintes, el relato épico buscó la exaltación de las luchas revolucionarias que debían corregir las injusticias del pasado, la narración de acontecimientos sociales, y la factura de un arte público. Durante la década siguiente sobrevino la interrogación por el pasado, la búsqueda de una identidad nacional y la reflexión acerca de la historia y de sus lecciones para el futuro.
«Las naciones, vastos seres colectivos». «Ciertas naciones… vastos animales cuyo organismo es adecuado a su medio». Así hablaba Baudelaire, el fundador de la poesía moderna, el creador del término «modernidad», en sus Curiosidades estéticas. Y lo toma como punto de partida Gastón Bachelard en el capítulo que dedicó a «la inmensidad» en su antológico ensayo acerca del espacio, donde profundiza en el sentido de la vastedad como concepto poético. Y vasta fue la tarea nacionalista y revolucionaria de los muralistas. Como la de Neruda en su Canto General. Apenas alcanzamos a mencionar mínimos ejemplos. Siqueiros nos hace caer encima, desde la bóveda de la entrada del Castillo de Chapultepec, a los «Niños Héroes» -rateros, según el informe oficial de las tropas norteamericanas, como lo recuerda dolorosamente Fuentes- que arrancaron la bandera mexicana y se despeñaron con ella en las manos, ofreciendo sus vidas antes que ver «el pabellón» mancillado por el invasor gringo. Orozco nos ofrece sus vigorosas y monumentales imágenes, muchas veces trágicas, apelando a menudo a elementos satíricos, caricaturescos e incluso grotescos, siempre desde una perspectiva crítica y realista, no sólo en lo estético sino también en lo conceptual.
Diego Rivera es capítulo aparte. Crea una síntesis pictórica, un poema visual, partiendo de su raigambre campesina y de su proximidad con Emiliano Zapata; sin embargo no olvida las tradiciones de su pueblo, incluso las religiosas. Cuando, en 1928, culmina los murales de la secretaría de Educación, en el Patio del Trabajo y el Patio de las Fiestas, deja plasmados en ellos las variadas y extenuantes labores de los trabajadores agrícolas de las regiones mexicanas, así como sus bodas, la danza del venadito, las de los listones, la cosecha del maíz. Su gran aporte fue la creación de una imagen visual de la cultura popular que únicamente se había dado en los viejos códices y en las pulquerías: dió así origen a un lenguaje nacional de imágenes a partir de la historia y los acontecimientos sociales.
La Historia de México, quizá la obra cumbre de Rivera, paciente y fervorosamente pintada entre 1929 y 1935 en las paredes del Palacio Nacional, abre la segunda época del muralismo y plasma la cultura y la identidad nacional de los mexicanos con base en tres temas principales: la Conquista, la Independencia, la República y la Revolución ocupan los muros centrales; en los laterales contiguos revive el mundo precolombino, a la derecha, y a la izquierda se configura el México moderno.
Esta Historia es, en buena medida, la de toda América Latina. Tres años después de concluida, en el extremo opuesto del subcontinente, nuestro máximo poeta, el chileno Pablo Neruda, (1904-1973) emprendía desde el mundo de las palabras un «Canto General de Chile» que terminó siendo el Canto General, no sólo de Chile sino de toda América. Se trataba de dos esfuerzos paralelos y titánicos, marcados por el «air de Famille» que Praz descubre cuando enuncia que «el estilo de una época se imprime en todas las formas artísticas». En este caso, optando por lo que el mismo autor llamaría una «estructura telescópica» que define como propicia para la representación de mundos colectivos.
Las lágrimas del Patio del Trabajo y las risas del Patio de las fiestas de Rivera son equiparables al título que Neruda le diera a una primera versión, incompleta, limitada y clandestina, de su Canto: «Risas y lágrimas», firmado por un tal «Benigno Espinoza». En 1950 apareció por fin la portentosa obra del poeta chileno. Las guardas de su primera edición fueron realizadas por Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros. ¿Casualidad? ¿Coincidencia? Mejor, unión de voluntades, de convicciones, de conciencia histórica, de identidad americana, de ideales revolucionarios.
Acerca de aquella época Neruda recuerda en sus memorias, tituladas Confieso que he vivido, el panorama cultural de México y perfila a los muralistas, sus amigos, sus compañeros:
«La vida intelectual de México estaba dominada por la pintura. Estos pintores de México cubrían la ciudad con historia y Geografía, con incursiones civiles, con polémicas ferruginosas.»
«En cierta cima excelsa estaba situado José Clemente Orozco, titán manco y esmirriado, especie de Goya de su fantasmagórica patria.»
«Diego Rivera había ya trabajado tanto por esos años y se había peleado con todos, que ya el pintor gigantón pertenecía a la fábula. (…) Gran Maestro de la pintura y de la fabulación.»
«Diego es un clásico lineal; con esa línea infinitamente ondulante, especie de caligrafía histórica, fue atando la historia de México y dándole relieve a hechos, costumbres y tragedias».
«Siqueiros es la explosión de un temperamento volcánico que combina asombrosa técnica y largas investigaciones.»
Si para los mexicanos su revolución agrarista -que naufragó en un mar de anarquismo y caudillismo y fue rápidamente «institucionalizada»- era un motivo de inspiración épica, también lo constituyó para el resto de los artistas latinoamericanos: la fundación del APRA peruano es un ejemplo de ello, así como el movimiento estudiantil de 1919, que unificó a las juventudes desde Córdoba, Argentina, hasta México, en procura de la autonomía universitaria y la libertad de cátedra. Pero aún más importante fue el triunfo de la Revolución Bolchevique en Rusia, en 1917. La ideología marxista-leninista llegó entonces a nuestras tierras. Y la copa la llenó la Guerra Civil Española. Muchos de nuestros artistas viraron entonces hacia el «realismo social» del que tanto reniegan los críticos, historiadores y ensayistas de la burguesía. Rivera, por su parte, reniega del cubismo; Neruda, de los vanguardismos.
Ahora bien: si se mira el panorama social y político de nuestra América en la década del treinta, cuando se imponen las referidas corrientes estéticas, todo apunta exactamente a lo contrario de lo que éstas persiguen: dominio brutalmente impuesto por el imperialismo gringo, dictaduras, miseria, desempleo, usurpación de las tierras de los indígenas y campesinos, violencia reaccionaria, confrontaciones entre vecinos por pedacitos de territorio. Una confirmación más de la aguda observación de Carlos Marx:
Para el arte, se sabe que ciertas épocas de florecimiento artístico no están en modo alguno en relación con el desarrollo general de la sociedad, ni, por consiguiente, con el de su base material, que por así decirlo es el esqueleto de su organización.»
El Canto General es toda una epopeya. Nos muestra en sus quince partes un compendio de historia, sentimientos, geografía, ideales, personajes, hombres del pueblo llano, vegetaciones y fauna; en fin, constituye toda una summa poética. Organizado con base en una armonía barroca con movimiento propio que busca los orígenes, opone a indígenas y conquistadores españoles, a opresores y libertadores, a dictadores y héroes populares. Neruda enumera pero, sobre todo, nombra. Recuperando tal función primigenia del lenguaje, baraja y vuelve a repartir las cartas: contradice las versiones seculares de la historia, habla desde el lado opuesto: desde el lado del pueblo.
Se debatía por entonces la contradicción de los escritores entre soledad y solidaridad. «Soledad y multitud seguirán siendo deberes elementales del poeta de nuestro tiempo», dijo Neruda. (Confieso… p. 451) y agregó: «La multitud humana ha sido para mí la lección de mi vida. puedo llegar a ella con la inherente timidez del poeta, con el temor del tímido, pero, una vez en su seno, me siento transfigurado. Soy parte de la esencial mayoría, soy una hoja más del gran árbol humano.»
«(…) Es memorable y desgarrador para el poeta haber encarnado para muchos hombres, durante un minuto, la esperanza.»
TRES MOMENTOS
Amor América (1400)
Antes de la peluca y la casaca fueron los ríos, ríos arteriales: fueron las cordilleras en cuya onda raída el cóndor y las nubes parecían inmóviles, fue la humedad y la espesura, el trueno sin nombre todavía las pampas planetarias. El hombre tierra fue, vasija, párpado del barro trémulo, forma de la arcilla, fue cántaro caribe, piedra chibcha, copa imperial o sílice araucana.
Tierno y sangriento fue, pero en la empuñadura de su arma de cristal humedecido, las iniciales estaban escritas.
Se trata del inicio de la primera sección del Canto General, «La lámpara en la tierra». Con ella comienza nuestra epopeya. El hombre tierno y sangriento fue. Como en las imágenes de Rivera: los rituales de los ministros religiosos de los aztecas, que alzan sus cuchillos de obsidiana para ofrecer sacrificios humanos a sus deidades, sangrientos. Y tierno cuando vemos a Quetzalcóatl, el rey-dios, (equivalente de la «madre caimán»), rodeado de sus fieles que cultivan, tejen, esculpen, canta. Rivera -como Neruda- no oculta las pugnas, los referentes mitológicos, la disgregación interna, y los trata con igual intensidad que a las tareas agrícolas y artesanales. Presenta, lejos de idealismos, la esclavitud del sistema social de los aztecas. Igual lo hace Neruda al referirse al Imperio precolombino del Perú, en sus «Alturas de Macchu Picchu»: la prodigiosa ciudad levantada en las cimas de la cordillera andina, con las manos, por sufridos, explotados y hambreados súbditos de los soberanos Incas. «Sube a nacer conmigo, hermano», les dirá a los anónimos constructores de esta visión de fábula:
Pero una permanencia de piedra y de palabra: la ciudad como un vaso se levantó en las manos de todos. Vivos, muertos, callados, sostenidos de tanta muerte, un muro, de tanta vida un golpe de pétalos de piedra: la rosa permanente, la morada: este arrecife andino de colonias glaciales.
Piedra y palabra: materia y nombre. Piedra dura convertida en suave pétalo de rosa por la magia de la palabra, imágenes de océano en medio de los picos de los Andes. Un lugar donde vivir, un hogar para toda una cultura, un secreto, un prodigio de arquitectura e ingeniería que permaneció oculto para los conquistadores.
Mito e imagen: el águila y la serpiente, origen de la fundación de Tecnochtitlan, se convierte en las manos de Rivera en símbolo nacional, en origen de la revolución. Bajo ella, el príncipe rebelde, el que no se sometió, Cuahutémoc, el sobrino de Motcuhzoma II, enfrenta a Cortés (reencarnación de Quetzalcóalt, según la creencia mítica que facilitó la empresa conquistadora).
También Neruda exalta a «Los libertadores», a los héroes de la historia americana (incluido Lincoln). Y los contrapone a quienes los avasallaron. Miremos apenas tres:
CUAHUTÉMOC (1520) Joven hermano, hace ya tiempo y tiempo nunca dormido, nunca consolado, joven estremecido en las tinieblas metálicas de México, en tu mano recibo el don de tu patria desnuda. (…)
Ha llegado la hora señalada y en medio de tu pueblo eres pan y raíz, lanza y estrella el invasor ha detenido el paso.
LAUTARO (1550)
La sangre toca un corredor de cuarzo. La piedra crece donde cae la gota. Así nace Lautaro de la tierra.
CORTÉS Cortés no tiene pueblo, es rayo frío, corazón muerto en la armadura. (…)
Y avanza hundiendo los puñales, golpeando las tierras bajas, las piafantes cordilleras de los perfumes (…)
Rivera inmortalizó en la pared central de su Historia… a Hidalgo y Morelos, padres de la Independencia; a líderes como Obregón y Calles, quienes sostienen en sus manos la consigna de «Tierra, Libertad y Pan para todos»; A Emiliano Zapata y Pancho Villa, a Benito Juárez. Y a los artistas, poetas y pintores progresistas. Se les ve enfrentados -se trata de la lucha de clases- con el dictador Porfirio Díaz. Encima de todos ellos el peso aplastante de los grandes terratenientes, de la burguesía y de los todopoderosos monopolios gringos: la Pierce Oil y la Standard Oil Company. Se trata también de la lucha antiimperialista. Tales pulpos no escaparon, por supuesto, de la visión americanista de Neruda:
LA STANDAR OIL. Co. Cuando el barreno se abrió paso hacia las simas pedregales y hundió su intestino implacable en las haciendas subterráneas y los años muertos, los ojos de las edades, las raíces de las plantas encarceladas (…)
Y así desfilarán la Anaconda Cooper Mining, La United Fruit Company y los demás azotes que se abatieron desde hace un siglo sobre nuestras martirizadas naciones. Y serán exaltados los ideólogos y dirigentes de la clase obrera: Marx, Lenin, Stalin. Claro que hay una evidente incitación nacionalista, junto con una gozosa aceptación de nuestra condición mestiza, a nuestra identidad. Pero el mero nacionalismo cedió el paso al internacionalismo proletario. Sobre la pared izquierda de la Historia de México se estimula la lucha contra la dominación neocolonial: nos recuerda las invasiones francesa y yanqui, oponiéndoles (el contraste es técnica común y también recurrente de pintores y poetas de aquel momento) la dominante presencia de Karl Marx, rodeado por sus seguidores, y los periódicos obreros, y las octavillas que llamaban a las huelgas.
En un momento histórico en el cual proliferaba el ademán arrodillado de los gobernantes latinoamericanos, nuestros artistas levantaron la bandera de la resistencia, del combate, de la unidad, de la dignidad y de la defensa de los oprimidos. Encarnaban el llamamiento de Martí en Nuestra América: » Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes». Neruda se habría de unir al Zapatismo de Rivera. En «A Emiliano Zapata con música de Tata Nacho», hermoso homenaje al líder campesino de la Revolución mexicana, donde además incorpora la letra de «Borrachita, me voy…» del compositor, sentencia que «La tierra se reparte con un rifle», y acto seguido convoca:
No esperes campesino polvoriento después de tu sudor la luz completa y el cielo parcelado en tus rodillas. Levántate y cabalga con Zapata.
Rivera lo inmortaliza también, con el viejo fervor de cuando batalló hombro a hombro, en uno de los muros del tercer piso de la Secretaría de Educación Pública.