Los periódicos y revistas del mundo siguen publicando su semblante ahora cuando recién partió, detrás de Octavio Paz y Oswaldo Guayasamín, esos otros dos entre los grandes orfebres de América. Germán Arciniegas es un rostro inconfundible, rebosante de carácter, cual un petroglifo labrado sobre la roca madre por una primordial comunidad neolítica. La frente prominente y surcada de líneas como un mapa donde caben las Américas de todas las edades. Los ojos francos y de pupila profunda y decidida. La nariz prominente como la de los gigantes insomnes de la Isla de Pascua que se asoman a oler la inquietante inmensidad de las aguas salobres del Pacífico Sur. La boca amplia y pródiga en gracejos e historias contadas con el donaire del rapsoda y el rigor del cronista. En el firme mentón un cierto rictus a la vez de guerrero y trovador, de ministro y minero, de hacendado y peón, de profeta y hereje, de magistrado y payador. En fin, un rostro tutelar, fundido en una greda milenaria en la que decantaron al mismo tiempo centenarias pasiones hispanas y primitivas rebeldías amerindias.
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