Klaus Ziegler, El Espectador, julio 28 de 2010. Leído en Tribuna Magisterial, agosto 29 de 2010
Los proponentes del relativismo radical insisten en que la “verdad” es un constructo social que solo existe desde una perspectiva cultural particular.
Si toda tentativa epistémica debe abandonar cualquier pretensión de objetividad, entonces sería razonable rechazar la enseñanza tradicional de las matemáticas y las ciencias naturales. En su lugar, como han sugerido algunos posmodernos, la educación científica debería reemplazarse por un nuevo currículo concebido en relación al “campo perceptual” de cada sujeto; en otras palabras, por una suma de “etnociencias” en correspondencia con los distintos contextos culturales o étnicos.
La propuesta descansa en una filosofía dominante en los círculos académicos e intelectuales durante las últimas dos décadas y cuya nefasta influencia parece desbordar el terreno de las humanidades. Según esta doctrina, la adopción de una teoría científica se explicaría como un puro fenómeno sociológico, independiente de su consistencia lógica o del peso probatorio que pudiese aportar la evidencia empírica. Para esta escuela cualquier forma de conocimiento es igualmente válida: “todo vale” –una afirmación que se refuta a sí misma- es la única regla lógica aceptable, como llegara a afirmar Paul Feyerabend, uno de los mayores gurúes del pensamiento posmoderno.
Dentro de esta corriente de pensamiento sería un sinsentido afirmar, por ejemplo, que el faraón Ramsés II murió de tuberculosis, pues el bacilo que causa esta enfermedad solo comenzó a existir después de que Pasteur y Robert Koch inventaran la “narrativa” de las enfermedades infecciosas y los microorganismos a finales del siglo XIX. Desde esta perspectiva, el legado griego, su ciencia y su geometría, así como el conjunto de conocimientos derivados del método científico, harían parte de un consenso cultural propio de occidente y no tendrían por qué constituir una forma privilegiada de conocimiento. En consecuencia, sería un abuso imponer su enseñanza por encima de otras formas alternativas de “verdad”, digamos, por encima de los mitos propios de cada cultura o de aquellas “verdades” reveladas en libros sagrados.
Afirmar, por ejemplo, que la suma de los ángulos interiores de un triángulo es igual a 180 grados sería una proposición válida en occidente pero no tendría por qué serlo para un individuo por fuera de nuestra cultura. Tienen razón, sin embargo, quienes afirman que la validez de este teorema depende de un consenso, en este caso, de un acuerdo sobre lo que significan los conceptos geométricos fundamentales: recta, ángulo, triángulo… Y es una obviedad que la proposición carece de sentido –como ocurre con cualquier proposición- mientras que estos conceptos no sean precisados de antemano.
A manera de ejemplo, si por “triángulo” se entiende una figura formada por tres círculos máximos en una esfera, entonces la suma de los ángulos interiores ya no sería 180 sino que tomaría un valor mayor. Pero es una confusión elemental creer que por ello la veracidad o falsedad de esta proposición depende del contexto social, pues en realidad se están afirmando dos cosas distintas y el malentendido se origina al referirnos con la misma palabra, “triángulo”, a dos conceptos distintos (triángulo plano y triángulo esférico).
Un posmoderno tendría que explicarnos por qué no se necesita haber vivido en la Grecia antigua para comprender el teorema de Pitágoras. Y por qué este teorema puede ser “redescubierto” siglos más tarde por un aborigen australiano, un indígena arhuaco o por un chino. Y deberá revelarnos en qué remota sociedad de este planeta o en qué rincón de la galaxia se sabe de triángulos rectángulos euclidianos en los que la suma de los cuadrados de los catetos difiere del cuadrado de la hipotenusa.
La regla del “todo vale”, además de haber fomentado la más patética mediocridad intelectual, especialmente entre algunos humanistas, puede llegar a convertirse en un peligroso instrumento de segregación. El relativismo radical no es del todo estéril: contribuye a propiciar una política irresponsable y discriminatoria en contra de los grupos étnicos más vulnerables, que verían negado su acceso al desarrollo tecnológico y a una sólida educación científica.
La ciencia, en mayor medida que cualquier otro producto del intelecto humano, ha contribuido a disminuir el sufrimiento y a mejorar la calidad de vida. Esta manera única de conocer y transformar el mundo es un legado invaluable de la Ilustración, y su rechazo sistemático, una de las características más ostensibles de la escuela posmoderna francesa, a la que Mario Bunge llamó, con razón, “los mayores exportadores de basura intelectual del mundo”.