No existe una causa que encuentre mayor simpatía entre la población mundial que la defensa del ambiente. El cuidado de la naturaleza, del agua, de los bosques, de la biodiversidad, del aire, mueven a la acción a jóvenes, mujeres y niños. También las organizaciones sociales y de derechos humanos han tenido un particular protagonismo en estos propósitos.
En el surgimiento del ecologismo moderno ha jugado un papel importante la lucha contra las grandes corporaciones y su acción depredadora del medio ambiente. Pero el Club de Roma (1968), que agrupaba a un grupo de científicos y políticos preocupados por el futuro de la humanidad, le dio otro giro a la historia moderna de la problemática ambiental. El Club publicó la obra “Los límites del crecimiento” (1972), con varias actualizaciones en 1992, 2004 y 2012, una de cuyas tesis centrales es la preocupación por el crecimiento de la población, especialmente de Rusia y China. Argumentaba el Club que, si no se disminuye la población de manera planificada, la escasez de recursos lo hará de todas maneras.
La tesis central es que el crecimiento exponencial de la población, la contaminación, la producción de alimentos y la explotación de recursos naturales son insostenibles. Los autores anuncian un inminente colapso y coinciden con informes como el de Kissinger, en 1974, que preconizaba el control de la natalidad en los países en desarrollo para facilitar el acceso de Estados Unidos a sus recursos naturales.
De todos estos análisis se derivó la consigna de Salvar el Planeta, levantada principalmente por el Partido Demócrata de Estados Unidos paradójicamente en momentos en los que la superpotencia libraba las guerras de Vietnam y Camboya devastando las selvas, aldeas y ciudades con toneladas de napalm y el agente naranja. La propaganda no tenía otro objetivo que desviar la atención mundial de la tremenda desigualdad social y la concentración de la riqueza y centrarla en terribles catástrofes ambientales.
Con ello comenzó a cobrar cada vez mayor papel protagónico el catastrofismo climático. El primer paso alertaba sobre la destrucción de la capa de ozono, esa sí una amenaza real, conjurada en buena medida gracias al Protocolo de Montreal (1987), por el cual los países se comprometieron a eliminar los productos clorofluorocarbonados. La destrucción se detuvo y se calcula que el cierre de las perforaciones en la capa de ozono culminará en unos pocos años.
Vinieron luego las profecías. En los setenta alguien calculó que en 20 años el planeta llegaría a la producción máxima de petróleo. Como el augurio no se cumplió, los gurúes ambientalistas han tenido que estar renovándolo periódicamente y siempre a corto plazo. En 1972, el jefe de Protección Ambiental de la ONU aseguró que la humanidad solo contaba con diez años para detener la catástrofe ambiental. En 2009, el excandidato John Kerry, actual negociador climático de Estados Unidos, afirmó que antes de cinco años el Ártico tendría el primer verano sin hielo.
En 2006, el exvicepresidente de Estados Unidos, Al Gore, le dio a la Tierra diez años de plazo para el colapso definitivo, porque el nivel del mar aumentaría 6 metros. Las pruebas, entre muchas, las nieves del Kilimanjaro estaban reduciéndose por efectos del cambio climático y los osos del polo se estaban ahogando en búsqueda de hielo. Diversas autoridades científicas de todo el mundo calificaron el documental de Gore, titulado “Una verdad incómoda”, de catastrofista y exagerado.
Más tarde adquirieron cierta relevancia las teorías sobre el decrecimiento que, como solución al supuesto agotamiento del planeta, promovían la desindustrialización, teorías que de ser aplicadas en los países en desarrollo solo contribuirían a perpetuar el atraso.
Hasta el punto se ha generalizado el tema ambiental y el control de las emisiones de gases de efecto invernadero, que son los mayores depredadores del ambiente quienes más levantan hoy la bandera de la protección de la naturaleza. Quienes abanderan la transición energética son hoy las compañías petroleras. La que dice cuidar el aire como su máxima preocupación es una superpotencia que lleva en guerra permanente desde hace por lo menos una década y es la mayor vendedora de armas en el mercado mundial.
No hay gobierno, ni corporación multinacional, ni entidad financiera privada o multilateral que no enarbole la bandera de la lucha contra el cambio climático. Con el paraguas medioambiental hacen préstamos onerosos, promueven guerras en todas partes, siguen saqueando los recursos naturales y mantienen en la pobreza a una gran parte de la humanidad.
Con el paraguas medioambiental hacen préstamos onerosos, promueven guerras, saquean los recursos naturales y mantienen en la pobreza a gran parte de la humanidad.
Lo cierto es que no se ha cumplido ninguno de los objetivos planteados en las conferencias de las Naciones Unidas sobre cambio climático. Mientras se mantiene la producción de energías fósiles, se utiliza ampliamente el discurso catastrofista para dificultar la aplicación de políticas de desarrollo en los países atrasados y para acceder a sus recursos naturales. Se demeritan el petróleo, el gas y el carbón, claro, de boca para afuera, y se hace énfasis en el litio, el cobre, las tierras raras.
La primera ideología catastrofista fue el maltusianismo. La tesis pronosticaba el fin del mundo porque la población crecía más rápido que la producción de alimentos. Los desarrollos técnicos de la Revolución Verde demostraron su falsedad.
El neomaltusianismo difunde ahora que la humanidad está llegando a su tope en el uso de recursos naturales. De nuevo lo desmienten el permanente desarrollo de nuevas fuentes de energía y de tecnologías para absorber el CO2 y los avances en fuentes alternas de energía.
Lo que sucede es que los avances científicos y tecnológicos no están al alcance de todos y son usados por unos pocos para lucrarse de las nuevas energías verdes, al tiempo que desvían la atención de los grandes problemas de la humanidad como la pobreza, la creciente desigualdad y las guerras.
Gustavo Petro se ha hecho eco de las teorías catastrofistas y apoyó las posiciones exóticas de su exministra de Minas, Irene Vélez, sobre el decrecimiento. Su posición simplemente repite como un eco la propaganda lanzada a los cuatro vientos por la administración Biden, que, a pesar de su retórica, dista mucho de ser un verdadero programa ambiental.