La campaña presidencial de 2002 causó gran expectativa por la puja entre Álvaro Uribe Vélez y Horacio Serpa y las diferencias que sus protagonistas trataron de hacer creer estaban en juego entre las dos opciones. Aunque el triunfo de Uribe estaba cantado, existía la incertidumbre de si lograría ganar en la primera vuelta, como a la postre hizo. El éxito del candidato de «Primero Colombia» se explica sobre todo por el repudio de la mayoría de la población a los desafueros de una violencia política que no respeta a la sociedad civil, la libertad de conciencia y acción políticas, las instituciones religiosas o de salud, el medio ambiente, la infraestructura vial y energética, el derecho al trabajo y, en fin, ninguna actividad o persona. Su fama de «pacificador» –recordemos el terror instaurado por el pacificador Pablo Morillo en los albores de nuestra nacionalidad– y sus supuestas dotes de buen administrador que se habrían mostrado por su paso en la gobernación de Antioquia, explican que una importante porción de la ciudadanía abrigue esperanzas en el gobierno uribista. El presente artículo analiza por qué estas expectativas quedarán truncas y cuáles fueron los intereses y fuerzas en cuestión durante la brega electoral.
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