Klaus Ziegler, El Espectador, Bogotá, febrero 17 de 2010
Hace menos de un siglo, un individuo era declarado muerto una vez se comprobaba que había dejado de respirar y carecía por completo de pulso.
No era infrecuente ver cómo muchos difuntos resucitaban, algunas veces en su ataúd, después de yacer durante largas horas sin signos vitales perceptibles, en un estado cataléptico que se asimilaba a la muerte.
Casos como estos, y otros incidentes de personas revividas después de haber permanecido sumergidas durante horas en aguas gélidas, obligaron a redefinir la muerte. En una reunión histórica celebrada en Harvard a finales de la década de 1960, se convino definir la muerte clínica como “el cese irreversible de toda la actividad vital del cerebro”, criterio aceptado por la comunidad médica desde entonces.
Sin embargo, investigaciones recientes dirigidas a regenerar el tejido nervioso han permitido identificar un conjunto de genes capaces de convertir células madres en neuronas activas, lo que crea la posibilidad inminente de restituir el córtex cerebral de individuos que han sufrido daños irreparables debidos a traumas severos, o a enfermedades degenerativas como el Parkinson y el Alzheimer. Estos avances controvierten el concepto de “daño irreversible”, y hacen del protocolo vigente para delimitar la muerte una norma tan obsoleta como la aceptada hace medio siglo.
Pero restablecer porciones del córtex de un individuo que ha sufrido una lesión irreversible suscita problemas éticos y filosóficos sin precedentes. No es suficiente rehabilitar el tejido muerto para resucitar al individuo, porque la resurrección requiere además recuperar la secuencia de experiencias que nos hacen lo que somos y definen nuestro “yo”, memorias almacenadas quién sabe dónde: tal vez en la enmarañada arquitectura de las redes neuronales, tal vez en su química, o quizás en los patrones eléctricos de la intricada actividad cerebral.
Los escenarios a los que podría llevar el uso de esta tecnología superan con creces cualquier historia de ciencia ficción. Imaginemos a un ser querido a quien se le ha diagnosticado muerte clínica, pero que luego despierta después de habérsele reparado una amplia zona de su lóbulo frontal, y partes de su temporal. ¿A quién realmente se estaría resucitando? El individuo que conocíamos podría despertar de su letargo convertido en un extraño, en un híbrido entre su antiguo y mutilado “yo”, y el nuevo, que como el niño de antaño abre los ojos por primera vez.
El renacido conservaría trazas de su inconfundible carácter; quizás algo de su humor, de su agudeza, y de sus gustos. Sabría quienes somos, y sería capaz de recordar con precisión eventos pasados y aspectos íntimos de nuestras vidas. Pero habría en él algo inexplicable, foráneo y siniestro que nos causaría la molesta impresión de estar de cara a un impostor.
La literatura neurológica abunda en relatos como esos. Fui testigo de un colega, notorio por su carácter jovial y sus buenos modales, que después de un accidente automovilístico quedó sumido en coma durante varias semanas. Una vez recuperó la consciencia y sus facultades intelectuales, comenzó a exhibir un comportamiento totalmente ajeno en él: dejó de ser el hombre refinado y alegre para convertirse en un individuo vulgar, malhumorado y agresivo. Del coma profundo había resurgido un ser hosco, retraído y temible, que apenas guardaba algún parecido con el joven que todos recordábamos.
Meses después del fatídico accidente, una mañana cualquiera mientras se afeitaba, se vio de súbito en el espejo con la cabeza rapada. Afligido, y sin ser consciente de todo lo que le había ocurrido, comenzó a indagar por la razón de la enorme cicatriz que le atravesaba la frente. Para asombro y alegría de sus familiares y amigos, el verdadero milagro de la resurrección había ocurrido esa misma mañana y no el día en que despertó del coma.
A la luz de los nuevos avances de las neurociencias, el “yo”, con sus memorias, ambiciones y emociones, parece cada vez más un “fenómeno emergente” de la actividad eléctrica y química de ese vasto entramado de redes neuronales que es el cerebro. Mientras que el alma, ese ente etéreo e inmutable, se ha convertido en una hipótesis tan irrelevante como el éter en la física, y su inmutabilidad luce cada vez más deleznable, y más mortal.
Desde hace algunos años, neurocientíficos y filósofos se han atrevido a penetrar en un territorio considerado dominio exclusivo de los teólogos, y han comenzado a hacer conjeturas sobre la naturaleza material de la consciencia, sin necesidad de incluir en sus postulados entes intangibles que escapan a las leyes del mundo físico.
Estas conjeturas, no obstante, son tan distantes de las creencias de la mayoría de las personas, que verdaderamente podrían tomarse por “asombrosas”, usando las palabras del Nobel Francis Crick. La existencia de un alma que habita el cuerpo y lo abandona al momento de morir, es quizá la creencia más arraigada en la cultura humana. Pero para la mayoría de los neurocientíficos, el alma es solo una ficción, un mito; un atavismo de la era precientífica.