Klaus Ziegler, El Espectador, Bogotá, diciembre 30 de 2009
Los ciclos lunares y los solares, los equinoccios, solsticios y períodos planetarios son relojes naturales cuyas perfectas regularidades ofrecieron a los primeros hombres las formas más simples de medir el tiempo, fijar las festividades religiosas y recordar las épocas de siembras y cosechas.
El memorable calendario maya, empleado en toda Mesoamérica, consistía de dos registros cíclicos con períodos de 52 años: uno sagrado, Tzolkin, divide los años en trece meses, cada uno de veinte días, y está inspirado posiblemente en la duración de la gestación humana, o quizás en los ciclos venusianos. Era utilizado para conmemorar las ceremonias religiosas, presagiar la llegada de las lluvias y pronosticar los períodos de cacería y pesca. El otro, Haab, que divide el año solar en 365 días, fraccionados en 18 meses, de 20 días cada uno, regía las festividades colectivas y marcaba los ritmos comunitarios. Los últimos cinco días del año, llamados Uayeb, se consideraban nefastos y estaban excluidos del registro cronológico.
En occidente, el calendario actual tiene su origen en la antigua Roma. El primer día del mes de Martius (Marte), se encendía el fuego sagrado en el templo de Vesta y se daba comienzo al año de Rómulo, fraccionado en diez meses llamados Martius, Aprilis, Maius, Iunius, Quinctilis, Sextilis, September, October, Nouember, December.
El viejo año romano de tan solo 304 días, sensiblemente más corto que el sideral (que es el tiempo que tarda la Tierra en volver a pasar por un mismo punto de su órbita), con el paso del tiempo parecía adelantarse, comenzando en invierno y no en los albores de la primavera como se esperaba. Para resolver el inconveniente, el segundo rey de Roma, Numa Pompilio, alrededor del año 700 a.C., añadió dos meses más: Ianuarius con 29, y Februarius con 28 días y extendió así el año a 365 días, un valor muy cercano del sideral, aunque todavía con un error de algo menos de un día cada cuatrienio.
Este ligero desfase comenzó a acumularse, de tal suerte que en el 46 a.C. el calendario vigente en Roma se había adelantado 90 días con respecto al equinoccio de primavera. Julio César, preocupado por la situación, encargó al astrónomo Sosígenes la elaboración de un nuevo calendario que se ajustara de forma más perfecta al ciclo de las estaciones. El alejandrino resolvió el problema de la manera más sencilla posible: introdujo un año de 366 días (bisiesto) cada cuatrienio, lo que se conoce en la historia como la Reforma juliana.
Pero la simple reforma imperial no corregía del todo el problema, pues introdujo otro pequeño error, esta vez por exceso, que llegaría a sumar tres días y fracción cada cuatro siglos. Para 1582 el desfase hacía que la Pascua no comenzara en la fecha decretada por el Concilio de Nicea del año 325: el primer domingo después de la luna llena del mes lunar posterior o coincidente con el equinoccio de primavera.
Gregorio XIII, el Papa que celebró con un Te Deum (la tradicional antífona de acción de gracias al Altísimo) la masacre de cien mil almas inocentes en la Noche de San Bartolomé, y a quien los hugonotes desvelaban tanto como el hecho de que la Pascua ya no comenzara en la época decretada por las autoridades religiosas, promulgó el 24 de febrero de 1582 la bula Inter gravissimas, la cual establecía que tras el jueves 4 de octubre de 1582 seguiría el viernes 15, para eliminar la diferencia acumulada en el calendario juliano, y con esta medida se logró mover el equinoccio de primavera al 21 de marzo.
La otra parte de la reforma estableció que los fines de siglo que no fuesen múltiplos de 400, bisiestos por ser múltiplos de cuatro, dejasen de serlo (1700, 1800 y 1900 no lo fueron; 2000, en cambio, por ser múltiplo de 400, sí lo fue). De esta forma se eliminaron los tres días que inevitablemente se acumularían cada 400 años, y se aseguró la concordancia casi perfecta entre las fechas y los comienzos de estaciones.
Gregorio apaciguó su conciencia, aunque los celos de la iglesia católica para que el calendario celestial y el astronómico estuviesen siempre sincronizados persistirían hasta tal punto que el gran astrónomo Johannes Kepler llegaría a protestar en tono burlón: “!Acaso la Semana Santa es un planeta!”.