Neus Barrantes Vidal*, Investigación y Ciencia, octubre de 2011, No. 421, Tribuna Magisterial, octubre 23 de 2011
La actual concepción biomédica del trastorno mental acarrea graves consecuencias científicas, clínicas y sociopolíticas.
¿Qué causa los trastornos mentales? Según el modelo psiquiátrico predominante, la culpa es de genes defectuosos que producen alteraciones cerebrales, que se traducen en perturbaciones mentales. La psiquiatría confía en que los avances técnicos y una mejor cartografía de los trastornos la convertirán en una suerte de neurología refinada. El modelo bio-psico-social del trastorno mental, que propone un complejo origen multicausal, se ha deformado, pues, en una visión bio-bio-bio. ¿Qué riesgos entraña dicha simplificación? El presidente de turno de la Asociación Americana de Psiquiatría alertaba hace ya más de un lustro de la necesidad de reflexionar sobre esta cuestión.
El modelo bio-bio-bio ha limitado el avance de la psicopatología al asumir que la causalidad del trastorno mental radica exclusivamente en lo bio-genético –el ambiente sería un mero desencadenante- y que el análisis de este nivel de realidad (bio-genético) resulta válido y suficiente para comprender el resto de niveles –como si ver una alteración cerebral permitiera comprender el mecanismo que origina un síntoma o saber como tratarlo-. En consecuencia, la experiencia mental, subjetiva, se considera un epifenómeno cerebral, es decir, un fenómeno accesorio que deriva de la fisiología cerebral y sobre la cual ejerce escasa o nula influencia, teniendo, por tanto, poca importancia su estudio científico y evaluación clínica.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Las limitaciones teóricas y terapéuticas del ambientalismo radical de la primera mitad del siglo XX (conductismo, psicoanálisis y antipsiquiatría) desprestigiaron gravemente la tesis ambiental. Junto a ello, el espectacular avance que durante los últimos decenios han experimentado la genética y las neurociencias (sobre todo las técnicas de neuroimagen) ha desplazado el péndulo hacia el radicalismo bio-genético. Sin embargo, los resultados no han sido los esperables. Pese a las partidas millonarias que se han destinado a la búsqueda de alteraciones genéticas y cerebrales responsables de trastornos mentales, no es posible citar una alteración biológica o genética específica para ningún trastorno mental. La idea de que sería posible detectar marcadores bio-genéticos a partir de muestras suficientemente amplias de pacientes, ignorando su interacción con el ambiente, ha fracasado.
El avance de la psicopatología requiere una “perestroika” conceptual y una cooperación multidisciplinar que permita afrontar retos filosóficos, epistemológicos y metodológicos. Es necesario estudiar cerebros contextualizados, es decir, atendiendo a su biografía, relaciones y cultura; sobre todo si tenemos en cuenta que una misión crucial del órgano que nos hace humanos es gestionar nuestra adaptación a un ambiente extraordinariamente social y cuya evolución es simbólico-cultural. Somos la especie que nace con mayor inmadurez neuronal, desarrollo cerebral más prolongado e infancia más larga; el ambiente relacional ejerce, por tanto, una gran influencia en el desarrollo de nuestro cerebro-mente. El ambiente no solo desencadena; también genera vulnerabilidad al trastorno mental.
En años recientes, estudios epidemiológicos de diversos países han demostrado la importancia de factores de riesgo psicosocial (pobreza, discriminación, aislamiento social), traumas (maltrato infantil), guerra, crianza en urbes superpobladas, disfuncionalidad parental y pérdida temprana de los progenitores. Varios de estos trabajos son de tipo prospectivo (evalúan el supuesto factor causal primero y años después examinan la aparición de síntomas), con lo que evitan posibles atribuciones a una causalidad inversa –que sea el trastorno la causa de exclusión social.
En paralelo, se está empezando a investigar la interacción entre el genoma y el ambiente, cómo el entorno psicosocial esculpe y modifica el cerebro, y cómo el medio regula la expresión de los genes (epigenética). Los resultados están demostrando que el diálogo entre genes y ambiente es más interactivo a lo largo de la vida de lo que se pensaba.
La falta de un auténtico análisis bio-psico-social acarrea graves consecuencias científicas, clínicas y sociopolíticas. Sesga la formación de profesionales y dificulta la financiación de investigaciones integradoras –el desequilibrio presupuestario es enorme-. A nivel asistencial, minimiza la evaluación de la historia vital y la esfera subjetiva, empobreciendo así la comprensión de los problemas, la alianza terapéutica y el éxito del tratamiento. E impide el avance y difusión de un conocimiento que permitiría presionar a los gobiernos para que financiaran programas de prevención primaria.
Para solucionar un problema podemos actuar antes (prevención) o después (tratamientos paliativos) de que este aparezca. Ambas estrategias entrañan un coste posiblemente similar en el plano económico. Pero no en el humano. Sin embargo, pensamos que lo primero es una utopía. Que será más fácil cambiar un gen que las condiciones vitales. Y acabamos distorsionando nuestra mirada y rigor científico. Sería bueno, al menos, ser conscientes de ello.
*Neus Barrantes Vidal es profesora de psicología clínica en la Universidad Autónoma de Barcelona. También imparte clases en la Universidad de Carolina del Norte y es consultora científica de la Fundación Sanitaria Saint Pere Claver.