Por Daniel Pacheco / El Espectador, septiembre 15 de 2014
Hoy está a unos diez kilómetros de la costa del mar Egeo de Turquía, enterrada entre la tierra y condenada al olvido por los sedimentos del río Meandro. Mucho cambia en 2.500 años, otras cosas permanecen.
Mileto no es uno de los destinos arqueológicos más populares de Turquía hoy en día. La ciudad pasó de ser uno de los centros de comercio y pensamiento más importantes de intercambio entre Oriente y Occidente a un potrero de cabras, y sembrados de verduras y árboles de olivas.
Sólo una fracción de la ciudad antigua está excavada, y donde lo está, la restauración es mínima. Afuera de las puertas del parque arqueológico hay un par de tristes puestos de recuerdos, atendidos por turcos que prefieren conservar la sombra a buscar una venta. No hay hordas de japoneses, alemanes o gringos tomando fotos, como en las ruinas más populares de Éfeso, la ciudad hermana de Mileto.
Pero entre la soledad decadente es más fácil imaginar los murmullos del antiguo puerto donde llegaban barcos desde ciudades en Egipto y hasta el Mar Negro, los ecos del agua golpeando contra los mármoles de colores de los baños públicos y la retórica y los espectáculos en el antiguo teatro.
En estas voces antiguas se entiende una identidad. Así sea desde muy lejos, en tiempo y lugar, incluso un latinoamericano, un viajero de las colonias contemporáneas de occidente en el nuevo mundo, siente una cercanía de origen en Mileto. Quizá esa identidad sea más fuerte, incluso cuando se visita Ciudad Perdida en la Sierra Nevada, o de Machu Picchu en Perú.
En Mileto nació Tales, a quien Aristóteles atribuye el lugar de primer filósofo de la tradición griega. Tales propuso que el mundo, todas las cosas que hay en él, son similares, más allá de las diferencias evidentes que saltan a la vista. Su hipótesis era que todo estaba hecho de agua.
En su forma literal esta idea hoy suena ridícula, pero tomada en su tiempo, de dioses y destinos divinos, lleva consigo la fuerza de un pensamiento que rompe con la mitología para explicar el mundo. Una substancia única para todas las cosas implica que el mundo se puede entender con las mismas reglas. La elaboración de estas ideas llevó a Tales, en el quinto siglo antes de Cristo, a ser el primer hombre al que se le atribuye la predicción de un eclipse.
La ciudad de Mileto tuvo otros hijos ilustres, de lo que hoy llaman los estudiosos de la filosofía presocrática, la Escuela Milesia. Anaximandro y Anaxímenes, sucesores de Tales, propusieron hipótesis distintas sobre la conformación de las cosas, dando lugar a una tradición rica de debate racional sustentado en la capacidad de poder darle significados al mundo sin necesidad de acudir a los dioses.
Esta ruptura intelectual con la tradición mitológica —la misma que dominó nuestra propia América hasta la conquista europea— que se oscureció en la edad media y volvió a iluminarse durante la Ilustración, está en los trastos rotos y paredes desmoronadas de Mileto.