Diego Rasskin Gutman
Jot Down Cultural Magazine, 2013
Ulises regresa a casa y todos respiramos aliviados. Los héroes de la Antigüedad, aquellos olímpicos, semidioses, con fuerza descomunal e intelecto prodigioso han sido siempre cánones, ejemplos a emular por los mortales (todos nosotros, por si había alguna duda). Cada cultura, cada civilización, tiene su pequeño conjunto de seres elegidos, protegidos por la leyenda. En la España de hoy tenemos a Rafa Nadal, claro está, el gran guerrero contemporáneo que doblega voluntades con su «cabeza» y su portentoso físico. En ajedrez tuvimos a Arturo Pomar y todavía tenemos a Miguel Illescas, Paco Vallejo y, muy recientemente, Iván Salgado, grandes del ajedrez nacional.
Las tradiciones culturales son la perfecta excusa para celebrar el triunfo del conocimiento, de la voluntad o de la fuerza. Se trate de la liturgia religiosa o de un festival de danza, cuando una actividad se repite con periodicidad X se amalgaman varios fenómenos en la mente humana. El más importante es el de la expectación; sabemos qué va a ocurrir, sabemos cuándo va a ocurrir, sabemos dónde va a ocurrir y, a medida que nos acercamos al momento, nuestro cerebro y nuestro cuerpo con él, generan sensaciones de ansiedad y cosquilleo generalizado que no cesarán hasta que ocurra. Después de varios años viviendo en Valencia puedo decir que aquí se vuelven locos pensando en las fallas y en el momento monstruosamente mágico de la mascletá, en el que el ruido parece ahuyentar los demonios varios que acechan a la gente. Otro ejemplo más generalizado: la celebración del nuevo año, que está tan cerca, en donde la gente se olvida de la crisis y de los problemas y sale a festejar la posibilidad de un año mejor y más próspero y todos ríen y se bebe más de la cuenta y todos se besan después de atiborrarse a uvas. Otros bailan el vals, el viejo y querido Danubio azul de Strauss.
Emanuel Lasker y su hermano Berthold Lasker. Foto: Frank Eugene (CC)
Desde finales de siglo XIX, hay una tradición en el mundo del ajedrez que se vio interrumpida durante unos años por el cisma de la asociación profesional de jugadores liderada por Kasparov, pero que se ha vuelto a reanudar en nuestros días, en el 2006. Se trata de la lucha épica por el campeonato mundial. Algo que para cualquiera que haya estudiado los entresijos de los escaques y trebejos despierta ecos de interminables viajes en barco a través del Atlántico, de cafés llenos de humo y atiborrados de gentes intentando vislumbrar los movimientos de los grandes genios históricos del ajedrez. En sus comienzos fueron tiempos de héroes y villanos, sin televisión, sin internet, sin teléfono. Cada jugador era como un caballero solitario que se disponía a retar al caballero blanco en un torneo donde poco premio se juntaba: la honra, el orgullo del jugador y una pequeña bolsa de dinero que pagaba poco más que los costosos desplazamientos. Poco sabían los jugadores de las habilidades de los otros; aquello que habían oído o alguna partida que habían visto ocasionalmente. Los retos comenzaron siendo personales, de tú a tú, el que se decía el mejor contra el que se decía aún mejor. Héroe contra héroe, voluntad contra voluntad.
Willheim Steinitz fue el primero de aquellos héroes, el jugador que sentó las bases de la estrategia moderna, decía poder ganarle a Dios y acabó en un manicomio. Luego vino el gran Emanuel Lasker, el matemático y filósofo que engañaba a sus contrarios con partidas lógicamente endiabladas. Su cetro lo perdió ante el genio cubano José Raúl Capablanca cuya intuición ante el tablero era tan grande que no se preocupaba en mover las piezas, sabía perfectamente dónde debía ir cada una, hasta que llegó el beodo Alexander Alekhin y lo tumbó de mala manera. Era difícil no sucumbir ante el genio del triste filonazi, cuyas partidas poseen la fuerza de los tiempos: atacar por las dos alas y a morir. El prodigioso holandés, el Dr. Max Euwe, le quitó la corona jugando un ajedrez serio y académico y, a partir de ahí, todo fue soviético: Mihail Botwinnik, el ingeniero; Vasili Smyslov, el cantante de ópera; Mihail Tal, el ultragenio; Tigran Petrosian, el ultrasólido; Boris Spassky, la dinámica al poder. Y, de repente, Bobby Fischer, el niño prodigio occidental que heló aún más la guerra fría entre las dos superpotencias, convirtiendo al ajedrez en verdadero espectáculo de masas, símbolo del poder de un país, allanando el camino para la profesionalización del juego. Después del loco Bobby vendrían Anatoly Karpov, el frío calculador, Gary Kasparov, el jugador total, mezcla de todos sus geniales antecesores y hasta ahí, porque a partir de Kasparov, el campeonato del mundo se diluye en peleas intestinas por el poder del mundo del ajedrez y la salvaguarda de contratos millonarios. A partir de Kasparov, el cisma del ajedrez crea campeones del mundo sin glamour que ganan campeonatos tipo Grand Slam de tenis, jugados cada dos años; desde 1999 hasta 2006 fueron los siguientes campeones «FIDE»: Anand, Jalifman, Ponomariov, Kasimdzhanovy Topalov. Mientras tanto, Kasparov seguía la tradición y perdería el cetro a manos de un nuevo campeón, el gigante Vladimir Kramnik, un jugador sesudo que juega con gran solidez y que en 2007 perdió su corona ante el fantástico Vishy Anand, el jugador de la India, el tigre de Madrás, que devolvió el centro de gravedad del ajedrez al lugar de sus orígenes durante seis años. Hasta que llegó Magnus Carlsen, la semana pasada.
Carlsen es un típico personaje de principios de siglo XXI, con él el ajedrez 2.0 comienza su andadura. Un superdotado que llegó a Gran Maestro con trece años y que desde entonces no ha hecho más que asombrar al mundo con su rapidez, su profundidad y su comprensión superior del juego. De alguna manera Carlsen ha sabido comprender (reducir quizás) la complejidad del ajedrez: lo que él mira y comprende cuando absorbe una posición no es lo mismo que lo que mira y comprende cualquier otro jugador. Todos los comentaristas estos días están obsesionados con los programas de ajedrez, hablan de Carlsen como si fuera una computadora. Como si toda su prodigiosa comprensión se la debiese a los ordenadores. No dudo que los programas informáticos hayan tenido su papel en su formación, pero la informática es tan importante para el nuevo campeón del mundo como lo es para el resto de los nuevos fenómenos del ajedrez. Hay varios aspectos de la informática que beneficia al gran maestro; por un lado el acceso inmediato a todas las variantes de todas las aperturas, por otro, posibilidad de analizar millones de partidas y, por supuesto, las partidas del oponente. Pero hay una que creo es la más determinante: la posibilidad de explorar ideas, por muy extrañas que parezcan, contra los potentes programas y agotar el árbol de posibilidades hasta profundidades inusitadas. Ahí reside el nuevo poder de los nuevos prodigios de ajedrez. El conocimiento se ensancha gracias al conocimiento encapsulado en árboles de búsqueda, bases de datos y funciones de evaluación.
Mihail Tal. Foto: Rob Croes (CC).
Pero Carlsen va más allá, se trata de un chaval con una memoria prodigiosa, una rapidez de cálculo insultante y una capacidad para la resolución de problemas (en ajedrez, al menos) muy por encima de la capacidad normal, incluso si se compara con otros grandes maestros. Con Carlsen pareciera como que hay que olvidarse de todo lo que se sabía hasta el momento: las jugadas «naturales», aquellas que aparecen en los libros sobre aperturas ya no sirven; el valor relativo de las piezas es cambiante, dinámico; hay otras preocupaciones estratégicas más allá de las casillas débiles o el peón pasado, que pasan a ser minucias, monedas comunes que se dan por hechas. El conocimiento enciclopédico está ahí, forma parte de su mente, y su mente prodigiosa le permite plantear problemas tan complicados que son difícilmente descifrables por sus oponentes. Vishy Anand luchó como pudo por mantener su corona, pero no fue rival de un jugador que juega, quizás, en una liga aparte, suya, un mundo solo explorado por su mente.
Carlsen recuerda a un chaval jugando a un videojuego, con una pericia, unos reflejos, una rapidez impensable para cualquiera que no se haya pasado las horas jugando con ellos. Pero no es él el único, hay muchos otros chavales que empiezan la carrera ajedrecística a edades tempranísimas, consiguiendo llegar a grandes maestros en tiempos record (Karjakin y Caruana me vienen a la mente). La única diferencia entre todos ellos y el nuevo campeón radica en su mente. Hay que creer en los héroes, ¡que suene la Marcha Radetzky!