Klaus Ziegler, El Espectador, diciembre 1 de 2010, Leído en Tribuna Magisterial, febrero 13 de 2011
La historia de la ciencia es el testimonio de los triunfadores y el relato de sus hazañas. Todo niño sabe de memoria la apócrifa historia de Newton y la manzana.
Y no hay libro de divulgación científica que no consagre un capítulo al genio de Ulm y a su “año milagroso” en el que explicó el movimiento browniano, el efecto fotoeléctrico, introdujo la relatividad especial y dedujo su famosa equivalencia entre masa y energía. ¿Y quién no ha oído hablar de la doble hélice, la proeza del físico británico y el joven prodigio americano que el destino reunió en Cambridge para que juntos descifraran la molécula de la vida?
Menos conocidas son las historias de los grandes fracasos, de las empresas malogradas, de los infortunios de tantos otros científicos cuyos nombres han sido olvidados y hoy no figuran en el podio de la fama al lado de los grandes héroes. Pero si de historias desafortunadas se trata, ninguna supera los tristes sucesos que acompañaron a Guillaume Le Gentil y su frustrado intento de registrar el tránsito de Venus.
Con este nombre se denomina en astronomía la interposición de Venus entre el Sol y la Tierra, un fenómeno que se repite aproximadamente dos veces cada siglo, con un intervalo de ocho años. El más reciente sucedió el 8 de junio de 2004, y tendremos el privilegio de observarlo de nuevo en junio de 2012. El comienzo de este singular fenómeno será visible en Colombia al atardecer del 5 de Junio de ese año, mientras que la última etapa podrá verse en toda Europa —excepto en la Península ibérica—, la madrugada del día siguiente.
Para la incipiente ciencia astronómica del siglo XVIII, época en que se desconocían las dimensiones de nuestro sistema solar, el tránsito de Venus era un evento de la mayor importancia. En un artículo enviado a la Royal Society en 1716, Edmund Halley había demostrado que el fenómeno natural podía aprovecharse para medir la distancia Tierra-Sol mediante el llamado “paralaje solar”. Aunque para su desgracia, el gran astrónomo inglés había calculado que el próximo tránsito ocurriría en 1761, fecha remota para la cual, de estar aun con vida, sería un anciano centenario.
Como cuestión de orgullo nacional, los gobiernos británico y francés habían comisionado a sus mejores astrónomos y organizado de antemano una serie de expediciones alrededor del mundo en una carrera por el honor de ser los primeros en documentar el extraordinario fenómeno. Los británicos enviaron una expedición a Santa Helena y otra a Sumatra, mientras que los franceses organizaron otras cuatro, una de ellas a India, encabezada por Le Gentil.
Equipados con relojes exactos y telescopios de bronce montados sobre sólidos trípodes de madera, Le Gentil y sus hombres zarparon desde Francia, en marzo de 1760, dispuestos a ser los primeros humanos en conocer la distancia precisa al Astro Rey. Tras luchar contra una plaga de ratas en el navío, llegaron por fin a las islas Mauricio, 800 kilómetros al este de Madagascar. Allí Le Gentil se enteró de que Francia e Inglaterra habían entrado en guerra. El conflicto lo obligó a mudarse a un barco improvisado, y a cambiar su curso hacia las costas de Coromandel, en el sureste de la India. Hallándose muy cerca de su objetivo, Le Gentil supo que los británicos habían ocupado la costa, y se vio forzado a dar marcha atrás, de tal suerte que el día del tránsito la expedición se encontraba en medio del Océano Índico. Para empeorar su suerte, justo unas horas antes de que la sombra de Venus entrara en el disco solar se desató una tormenta que hizo imposible cualquier medición útil. Le Gentil, impotente, tuvo que resignarse a ver como sus instrumentos se balanceaban en cubierta mientras el barco se mecía de un lado a otro.
Desolado, y decidido a compensar su fracaso, prefirió esperar en Filipinas los ocho años que lo separaban del siguiente tránsito venusino antes de regresar a su patria. Con antelación pudo instalarse en Pondicherry, una antigua colonia francesa en la India, donde construyó un observatorio sobre un antiguo polvorín. Después de la larga espera llegó por fin el anhelado día. El crepúsculo matutino estaba diáfano como el cristal. Loco de dicha, Le Gentil afinó sus instrumentos y calibró sus relojes. Pero a los pocos minutos de iniciado el fenómeno, una enorme nube cubrió el cielo. La nube permaneció allí durante varias horas, para despejarse luego, cuando el tránsito había concluido. Le Gentil escribió: “Estuve más de dos semanas presa del abatimiento y casi no tenía ánimo para coger mi pluma y continuar mi diario […]. Había atravesado más de diez mil leguas, exiliándome de mi tierra natal, sólo para ser el espectador de una nube fatal que se situaba delante del Sol en el preciso momento de mi observación para quitarme los frutos de mis esfuerzos y mis fatigas”. Devastado, perdió la razón, y en un ataque de locura prendió fuego a su observatorio. A los pocos días enfermó de disentería y se vio al borde de la muerte. Tras nueve meses de sufrimientos postrado en una cama, y aun convaleciente, logró embarcarse de regreso a su país a bordo de un buque de guerra español, que fue desarbolado por un huracán frente al cabo de Buena Esperanza. Finalmente, y después de once años de ausencia, Le Gentil pudo cruzar los Pirineos y poner pie en Francia solo para enterarse de que lo habían declarado legalmente muerto; que su puesto en la Real Academia de Ciencias se lo habían cedido a otra persona, y que su esposa se había casado con otro hombre. Y para colmo de males, todos sus bienes habían sido repartidos entre herederos desconocidos.