Una vez el azar se llamó Gonzalo Rojas
Texto leído en 2007 por el poeta colombiano, Juan Manuel Roca, en la última visita del poeta chileno Gonzalo Rojas a Colombia. Rojas falleció el 25 de abril de 2011.
Está de nuevo en Colombia Gonzalo Rojas. Lo que quiere decir, está un defensor de la re-niñez, alguien que sabe, como lo hacen los niños, los magos y los brujos, darle animismo a seres inertes para quitarles su aparente hibridez, como lo hacía su padre minero en los socavones de las minas en Lebu, en un poblado de su Chile natal. No es distinto el oficio de nuestro más alto poeta que el de su padre: extrae de los inmensos y oscuros socavones del lenguaje el carbón como un combustible para su poesía, discrimina la morralla retórica de la materia que le es demandada por el poema. No se queda con el brillo sino con lo verdadero. Hay quienes se solazan con lo que refulge en las minas, como ocurre en las catacumbas y socavones de la sal, y ven en la llamada marmaja, brillante pero sin valor, algo que los avisados mineros llaman “el oro de los tontos”. Estas piedras tienen más apariencia que la sal, pero son inútiles y sin valor alguno. Gonzalo Rojas no va pues tras el oro de los tontos de la lírica, que es la verbosidad, sino tras las esencias del lenguaje, que es la materia prima de su obra. Un día me dijo, en una charla en Medellín que, como en el título de uno de sus libros, la poesía es una mudanza, una “Metamorfosis de lo mismo”, una lenta transformación del mundo. Tan lenta, agregaríamos, que tras su primer libro de 1946, sólo 16 años después publica su segundo volumen Contra la muerte y 13 años después su espléndido Oscuro, que fue editado en su exilio venezolano. Lo anterior quiere decir que es un poeta de lenta digestión, de pausados modos de escritura, aunque dueño de un lenguaje que no olvida con Paul Valery que la poesía es una oscilación entre el sentido y el sonido, como suele recordar. A veces evoca las cabeceras de donde viene su amor por la poesía, los hombres de cromagnon en su formación estética. Ama a Quevedo, lo mismo que a Garcilaso y que a San Juan de la Cruz, ama a Vallejo más que a los poetas verbosos, pertenece a una alta tradición que arranca con Ercilla y que hace escala en el adelantado don Vicente Huidobro. Gonzalo es, en el cuerpo de la poesía de su país, el más insatisfecho, la ficha sin lugar ni acomodo dócil en su amplio rompecabezas, el más libre y renovado de sus poetas. Tras una juventud conquistada después de cumplir sus primeros 60 años en la búsqueda de lo que él mismo llama, con acierto y desenfado, la re-niñez, nunca ha dejado de sentirse un aprendiz. También ama, entre muchas palabras encontradas como una aguja en el inmenso pajar del lenguaje, la palabra relámpago, “ese trisílabo esdrújulo que yo le oí a un hermanito mío cuando estábamos jugando en una casa, muerto ya el padre”, según sus propias palabras. El relampaguear, el hacer relámpagos, nos gustaría agregar, tiene mucho que ver con la poesía. El relámpago es, por si las dudas, un resplandor vivísimo e instantáneo producido en las nubes por una descarga eléctrica. Así lo define el Diccionario de la Lengua Española. Eso, hablando de fenómenos producidos por la atmósfera que se hacen fugaces tras dibujar una escalera en la pizarra del cielo. Mientras esto tiene ocurrencia, el relámpago deja constancia de su fuerza en una fugaz asociación con el trueno. Ahora, en cuanto al relámpago que habita en los versos de Gonzalo Rojas, por esa magia que involucra la poesía y que es un arte en el tiempo, éste no tiene la fugacidad del resplandor instantáneo, pues posee el don de seguir habitando, tras el primer fogonazo, en el buen lector de poesía. Así que el azar, como lo anunció y celebró para el poeta Jorge Cáceres, se llama por alguna vez Gonzalo Rojas, aunque pueda llamarse también impaciencia, libertad de palabra, cosa hablada y cosa metaforizada, paisaje, infancia y erotismo, todo a una como en los muchos registros de su poesía y de su ninguna servidumbre. Un poema suyo, El dinero, nos sobrecoge más que cualquier teoría económica, más que cualquier estadística, mucho más que los sobresaltos de los electrocardiogramas que todos los benditos días emite el Dow Jones. Un poema suyo, La lepra, recuerda que las clases de retórica impartidas en las aulas son “un plato de carne podrida”. Un poema suyo, Por Vallejo, recuerda cuando el poeta de Santiago de Chuco le arrancó una “pluma al viejo cóndor del énfasis”. Un poema suyo, Las hermosas, palpa la andadura de las mujeres que caminan como si empujaran al viento, que “germinan como plantas silvestres en la calle” y su sola evocación hace que, como en un tango, el corazón nos de trompadas, nos de trompadas. Un poema suyo, El Fornicio, despliega las manos de Eros en el cuerpo de la amada, una “individua blanca” de “aire felino”, una “ragazza” como salida del Génesis, en un ámbito que resulta una suerte de versión moderna, arisca y lasciva del Cantar de los Cantares. Claro que se trata de algo más que de un canto de bodas celebrado por este Cantor de los Cantores. Un poema suyo nos pregunta “¿qué se ama cuando se ama, mi Dios: la luz terrible de la vida o la luz de la muerte?”, dejándonos en el aire la cruel constatación de que no sabemos bien cuál es el hilo de una rueca invisible que separa lo que respira y lo que calla, lo que es y lo que fue. Oír a Gonzalo Rojas diciendo sus poemas, leyéndolos como quien habla con lo mejor de sí y de nosotros, es uno de los pocos y más grandes placeres que nos depara la poesía viva en nuestra lengua común. En lo que a este Continente se refiere, al cual le iba mucho mejor cuando el mundo era plano, nuestro poeta invitado no tiene par. Es alguien a quien el azar llama Gonzalo Rojas pero a quien pudo llamar un hombre que para muchos, aún sin conocerlo en su carnadura humana pero sí en sus versos, se ha convertido, como lo recordara Auden a propósito de los autores frecuentados con devoción, en “un personaje de nuestra biografía”. Su poesía es una buena compañía para seguir en la vieja, en la resabiada y a veces incómoda costumbre de respirar a todo pulmón, como lo hace este hombre que padece de una suerte de juventud crónica, de re-niñez. Es alguien sin fisuras, un raro espécimen de libertad a quien el azar eligió para que se llamara Gonzalo Rojas, aunque pudo llamarlo con uno de los sinónimos del aire.
Juan Manuel Roca