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Vinicius, ese universo de poesía que nos contiene a todos

Oct 21, 2013

Ossiel Villada, El País Colombia, octubre 20 de 2013  Aniversario. El 19 de octubre, Brasil y el mundo celebraron el primer centenario del natalicio de Marcos Vinicius da Cruz de Mello Moraes. ¿Por qué, un siglo después, el amor por el poeta y gurú del Bossa Nova, se mantiene alborotado? Semblanza de un hombre que se dedicó […]

Ossiel Villada, El País Colombia, octubre 20 de 2013 

Aniversario. El 19 de octubre, Brasil y el mundo celebraron el primer centenario del natalicio de Marcos Vinicius da Cruz de Mello Moraes. ¿Por qué, un siglo después, el amor por el poeta y gurú del Bossa Nova, se mantiene alborotado? Semblanza de un hombre que se dedicó a vivir y beber.

Vinicius_

La delantera de los primeros años del Bossa: por la punta izquierda, Tom Jobim y Vinicius de Moraes. Por la derecha, Óscar Castro Neves y Roberto Menescal. Por el centro, Ronaldo Boscoli. La dirección técnica, por supuesto, estaba en manos del VAT 69.

Por cosas que sólo puede explicar el diablo, algunos hombres nacen para beberse la vida de un sorbo. Pero Vinicius de Moraes, como Sinatra y Hemingway, quiso hacerle una pequeña excepción a la regla y se bebió la vida no una, sino miles de veces, en largos tragos de whisky.

Quizá ese sea el misterio que nunca nadie logrará descifrar sobre él: saber cuántas botellas de escocés dio de baja a lo largo de 67 años de volcánica existencia. El whisky, solía decir, es el mejor amigo del hombre, el “perro embotellado”.

Sí, Vinicius vino, vivió y bebió.

No es de sorprender, entonces, que por estos días en Brasil y el mundo entero se destapen montones de botellas para celebrar que cien años atrás –el 19 de octubre de 1913–, nació Marcos Vinicius da Cruz de Mello Moraes. Hombre destinado a plasmar una de las más bellas y portentosas obras del universo poético latinoamericano, a transformar radicalmente la música popular brasileña y a ser cómplice incondicional de quienes quieren morir de amor.

El centenario de su natalicio es una de las noticias más importantes de Brasil desde hace varias semanas. En las bibliotecas y colegios públicos los niños montan piezas teatrales inspiradas en sus libros. En la televisión se repiten los documentales que rememoran su vida. Sus canciones suenan todo el tiempo en los restaurantes de buena vida y en los bares de mala muerte. Hay más turistas en los sitios en los que dejó huella.

El periodista André Miranda, designado por el diario O Globo para cubrir los eventos conmemorativos del natalicio, dice estar sorprendido. Todo el mundo quiere saber de Vinicius. Sus libros y discos se venden como piezas de colección. En las conversaciones casuales surgen una y otra vez las historias de su vida. Los enamorados se dedican nuevamente sus poemas y los bohemios levantan las copas a su salud. En el nombre de Vinicius se vive y se bebe.

“Es como si su influencia, en lugar de ser interrumpida por su muerte, más bien se hubiera fortalecido”, sostiene Miranda.

Quizá, a los ojos de los intelectuales, resulte un poco exagerada esta euforia carnavalesca.

Porque cien años después de su nacimiento, en algunos círculos de la cultura brasileña todavía se le considera un poeta menor, una figura que no supera la trascendencia de Joaquim Machado de Assis, Manuel Bandeira, Joao Guimaraes Rosa o Jorge Amado.

Claro, todos ellos, con férrea voluntad y mística dedicación, consagraron su genio creativo a las formas tradicionales de la escritura. Claro, a ninguno de ellos se le vio por ahí en medio de una turba de muchachos bohemios, amantes de la guitarra, inventando una música llamada Bossa Nova. No dejaron de escribir libros por dedicarse a componer más de mil canciones. Ni renunciaron a un cargo diplomático para irse a grabar discos. No se les recuerda viviendo de bar en bar y enamorando adolescentes. Y ninguno fue fotografiado sobre un escenario, cantándole a la vida con un micrófono en una mano y un vaso de whisky en la otra. Ninguno. Solo Vinicius.

Pero quizá es allí donde radica la explicación de este amor loco por el ‘blanco más negro del Brasil’, como él prefería llamarse.

A partir de sus poemas, sus canciones y cada uno de los actos de su vida apasionada, Vinicius de Moraes logró una mutación magnífica y extraña que todos envidian: dejó de ser escritor y se convirtió en hombre-pájaro. Hombre que encarna y reivindica el sentido más simple y poderoso de la palabra libertad. Hombre capaz de soltar las ataduras sociales, las cuentas vencidas, las rutinas agobiantes, para volar, libre de culpa y ligero de equipaje, hacia donde señale el viento.

Esa bella garota

Existen muchas puertas de entrada hacia el rico universo creativo de Vinicius de Moraes, pero algunas han llegado a convertirse, con el paso del tiempo, en clichés inevitables de la cultura contemporánea.

A fuerza de ser repetidas, reinterpretadas y ensalzadas aquí y allá, funcionan hoy como infalibles herramientas de marketing social.

Hay de todo tipo y sirven para múltiples cosas cotidianas: desde canciones para ambientar una peluquería, hasta poemas para llevarse una mujer a la cama. Las creaciones de Vinicius se usan para filmar la escena del dentista en ‘Buscando a Nemo’ y también para vender costosos paquetes turísticos en Río de Janeiro. Para robarle libros a los amigos o simplemente como excusa para destapar una botella de VAT 69. Era uno de los whiskies preferidos de Vinicius, por la sencilla razón de que su nombre se asemeja a la palabra ‘vate’: traducida al español, poeta.

La música es una de esas facetas que más fácilmente embriaga a quienes se acercan por primera vez a la fuente de Vinicius. Y, dentro de ella, la Garota de Ipanema sigue siendo el referente obligado.

Cualquiera que escuche la versión clásica de Joao Gilberto, Astrud Gilberto y Stan Getz, sólo tiene que cerrar los ojos para imaginar una historia que, distorsionada mil veces por el fervor popular, podemos recrear más o menos así:

“Hubo un tiempo en el que Dios y el Diablo resolvían de vez en cuando olvidar sus diferencias, sentarse en un bar y brindar por la felicidad del hombre. Un día cualquiera de agosto de 1962 se pusieron cita en el Veloso, un pequeño bar de la Calle Montenegro, extremo sur de Río de Janeiro. Pero al encuentro cada uno llevó un invitado: el Altísimo Dios trajo al pianista Antonio Carlos Jobim y Satanás llegó con el poeta Vinicius de Moraes. Aquella tarde pasó por allí Heloísa Eneida Menezes Paes Pinto: 15 años de edad, piel trigueña, ojos verdes, cabellos negros y lacios. 169 centímetros de sensualidad pura. En aquel momento todos guardaron silencio, pero una hora y dos whiskies más tarde, los cuatro comenzaron a escribir en una servilleta una canción que dice así:

“Olha que coisa mais linda,
mais cheia de graça
é ela menina
que vem que passa
num doce balanço
caminho do mar…”

Esa versión es la preferida de fanáticos furibundos de Vinicius, como el poeta Medardo Arias, quien lo considera una fuente de inspiración para la literatura y la vida.

Pero el historiador carioca Ruy Castro -biógrafo principal del Bossa Nova-, explica el asunto en sus justas dimensiones: Tom y Vinicius no compusieron su famosa canción en una servilleta, durante un ataque súbito de inspiración después de ver pasar a la hermosa ‘Helo’ por la playa.

El primero escribió la música encerrado en su casa, varias semanas después, y el segundo hizo lo propio con la letra. Y no pensaban en nada más que en usarla para una comedia musical que nunca se montó.

La canción fue estrenada poco después en un show en vivo en el restaurante Au Bon Gourmet, que pasó a la historia por juntar en el mismo escenario, por primera y última vez, a los tres padres del Bossa Nova: Tom Jobim, Vinicius de Moraes y Joao Gilberto.

Un año más tarde la Garota de Ipanema ya era un suceso internacional: consiguió cuatro premios Grammy, estuvo 96 semanas en el ranking de Billboard y generó una sorpresiva llamada telefónica desde Nueva York al bar Veloso, preguntando por Tom.

Era un cantante gringo emocionado y empeñado en grabar un disco con él. La grabación se hizo y tuvo el título que deseaba el gringo: ‘Francis Albert Sinatra & Antonio Carlos Jobim’.

Desde entonces, la gente prefiere escuchar una historia como la que adora el poeta Medardo, y no la que cuenta Ruy Castro.

La presencia de Vinicius, sostiene Castro, está ligada a muchas otras situaciones como esa, que dieron vida a auténticas leyendas urbanas en Rio de Janeiro.

Vinicius, recuerdan sus amigos, estaba hecho para la ternura y también para la desmesura. El mismo año en que compuso la Garota de Ipanema, protagonizó junto al guitarrista Baden Powell la borrachera más larga y memorable de toda la historia de la ciudad.

Según Castro, fueron 86 días seguidos de farra en el apartamento del poeta, en los que ambos consumieron 240 botellas de whisky y compusieron 25 canciones.

Carlinhos de Oliveira, uno de los músicos cercanos al poeta, alteraba la letra de una canción para decirlo con precisión: “Si yo tuviera muchos vicios, mi nombre podría ser Vinicius. Y si esos vicios fueran muy inmorales, yo sería Vinicius de Moraes”.

Ángel caído

El Bossa Nova como propuesta musical no fue más que una estrella fugaz. Su nacimiento, apogeo y decadencia se comprimen en solo una década, entre finales de los 50 y finales de los 60.

Pero para Brasil es el sonido de un tiempo jubiloso en que logró identificarse y consolidarse ante el mundo como algo más que un enorme territorio agreste situado al Sur. Fue la banda sonora de una nación próspera y pujante en tránsito hacia la modernidad, que logró hermanar músicas tradicionales como el samba y el choro con el jazz, y creó de esa manera un producto capaz de emborrachar de amor al planeta entero.

Porque si hay música que defina los difusos territorios del amor, es el Bossa. Y en aquellos años todos querían tocarla: desde el flautista Herbie Mann, hasta el timbalero Tito Puente, desde el mítico Sinatra hasta el gran Tito Rodríguez.

Ni Ella Fitzgerald, ni Count Basie, ni Louis Armstrong, ni Coleman Hawkins, ni nadie en la escena neoyorquina del jazz se resistió a la tentación de reproducir en su música la batida y el balanceo del Bossa.

Pero nada de eso habría pasado si Vinicius de Moraes, años atrás, no le hubiera dado una vuelta de tuerca a su propia vida. Porque el hombre que dotó al Bossa de esa expresión literaria única, universal y poderosa, no nació para la música, aunque muchos lo reconozcan más como compositor que como escritor.

En 1933 se graduó de abogado, en 1935 se convirtió en funcionario del Ministerio de Educación para la regulación cinematográfica y dos años después obtuvo una beca para estudiar lengua y literatura inglesa en la Universidad de Oxford.

Fue en ese lapso en el que publicó sus primeros libros –‘El camino a la distancia’, ‘Forma y exégesis’ y ‘Ariana, la mujer–, en los que se dibuja un hombre muy diferente al que hoy celebra Brasil.

El poeta colombiano Harold Alvarado Tenorio, quien ha hecho un detallado estudio de su obra, sostiene que la primera etapa de ella, entre 1933 y 1936, “estuvo marcada por una profunda concepción religiosa que le hacía ver la vida como un péndulo oscilante entre el pecado y la redención”.

Pero en años posteriores, de la mano de sus experiencias como periodista, funcionario del Instituto Bancario, diplomático en Estados Unidos y Francia, el Vinicius místico dio paso al Vinicius mundano.

El poeta eligió ser un ángel caído. Quemó sus alas, cambió la aureola por un whisky y se dedicó a explorar el universo de los hombres.

Es de allí de donde fluye la sensualidad, la tristeza, la ironía y el desparpajo que caracterizan gran parte de sus sonetos, poemas y baladas.

Bohemio irremediable y enamorado irredimible, Vinicius amaba, por sobre todas las cosas, a las mujeres. Su ‘Receta de Mujer’, un poema cargado de erotismo, sátira y belleza, es otra de esas creaciones que suelen mencionarse tanto como la Garota legendaria:

“…Las muy feas que me perdonen, más la belleza es fundamental.
Es preciso que la mujer sea bella,
o tenga por lo menos un rostro que recuerde un templo.
Y sea leve como un resto de nube: mas, que sea una nube con ojos
y nalgas.
Que la mujer sea en principio alta, o, si baja, que tenga la actitud mental de las altas cumbres.
Ah, que la mujer dé siempre la impresión de que,
si cerráramos los ojos, al abrirlos ella ya no estaría presente
con su sonrisa y sus enredos…”

Una sencilla ecuación –nueve esposas en 67 años– confirma que el poeta no logró hallar a la mujer ideal. Bajo su influencia perniciosa, sin embargo, hay quienes siguen intentándolo. Es preciso perdonarlos, diría socarronamente él, pues son hombres obsesionados con la búsqueda de la perfección.

En contravía

Vinicius de Moraes jamás se preocupó por lo que otros pudieran considerar sus múltiples contradicciones. Se sentía íntegro a pesar de todas ellas.

En sus canciones le decía a una mujer “Yo se que te voy a amar, por toda la vida mía te voy a amar”, pero quería amarlas a todas por igual. Trabajaba en la diplomacia, pero gustaba hacer mofa de ella. Militaba en el Partido Comunista, pero gastaba dinero por montones en cajas de costoso whisky.

La vida, solía decir, “es el arte del encuentro, aunque haya tanto desencuentro por la vida”.

Por encima de todo, tenía clara esa lección que se escucha en uno de sus tantos éxitos: “… La vida solo se da para quien se dio, para quien amó, para quien lloró, para quien sufrió. Quien no rasga el corazón, nunca va a tener perdón. Quien nunca padeció una pasión, nunca va a tener nada, no”.

Por eso, el 17 de abril de 1980, al devolver la vida que le fue prestada, Vinicius no partió. Se hizo universal. Se desintegró en millones de pedacitos. Y basta escuchar una de sus canciones o leer uno de sus poemas para que uno se haga dueño vitalicio de su propio Vinicius.

Pablo Neruda, su amigo personal, definió aquella condición universal en un poema a su memoria: “No dejaste deberes sin cumplir. Tu tarea de amor fue la primera. Jugaste con el mar como un delfín. Y perteneces a la primavera…”

Como la primavera, Vinicius se entregaba a todos sin considerar límites ni fronteras. Nada más explica que durante su vida fuera aceptado, seguido y amado por un puñado de jóvenes 20 o 30 años menores en edad, reconocidos hoy como los grandes cantores populares del Brasil durante las últimas cuatro décadas.

Sin Vinicius de Moraes, los nombres de Caetano Veloso, Gilberto Gil, María Bethania, Chico Buarque, Toquinho, Edú Lobo o Elis Regina no serían lo que son. Todos bebieron en la fuente del gran ‘poetinha’ y saltaron a la fama después de ser tocados por la magia de su poesía.

Como tantas otras personas, ellos hoy reivindican ser mejores seres humanos por el solo hecho de haber compartido un tramo del camino junto a aquel hombre que nació hace cien años en el número 114 de la Calle Lopes Quintas, en el barrio del Jardín Botánico de Río.

Por cosas que solo explica la gracia de Dios, algunos hombres nacen para ser la suma de todos los hombres. Portan en su alma, en sus átomos y sus huesos, la sustancia inalterable de la contradicción humana. Cabe en ellos, como en el universo mismo, toda la oscuridad y la luz, toda la música y el silencio. Contienen, como el océano, la blanca espuma y el negro abismo. Hombres inmunes a la muerte que nos recuerdan la maravilla y el espanto, el dolor y el milagro de estar vivos. Hombres como viejos caminos para volver a casa. Hombres a los que se regresa para recuperar lo que se fue. Hombres que nos hacen amar más a una mujer. Vinicius de Moraes, poeta eterno, es y será por siempre uno de ellos.

¡Saravá, amado Vinicius, donde quiera que estés!

 

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