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Violencia cósmica

Abr 3, 2012

Guillermo Guevara Pardo, Abril 1 de 2012

Cuando se contempla el límpido cielo azul de un día de verano, o cuando por la noche se admira ese mismo cielo tachonado de infinitos puntos luminosos surge en nosotros la sensación de un Cosmos estático, sin cambios; sentimos que el espacio está lleno de paz y armonía. Pero eso solo es una ilusión pues allá arriba, sobre nuestras cabezas, cada minuto, cada segundo, están sucediendo inimaginables tormentas, apocalípticas explosiones y pirotécnicas erupciones sin que siquiera lo notemos. Eventos violentos también ocurren en el vecindario del sistema solar, como el choque del fragmentado cometa Shoemaker-Levy 9 contra el gigantesco Júpiter en 1994 o la entrada en la atmósfera terrestre de alguna roca sideral. Pero esos eventos son apenas leves murmullos frente a la monstruosa potencia de los que suceden en las profundidades del Universo.

Aunque no lo sepamos planetas, estrellas, galaxias son objeto de fenómenos en los cuales se liberan ingentes cantidades de energía. Vivimos en un Universo cuya estructura es el producto de sucesos naturales marcados con la impronta de una potencia abrumadora. El Universo mismo surgió de uno de los infinitos eventos de violencia al que el astrofísico inglés sir Fred Hoyle llamó con sorna Big-bang, para burlarse de la teoría que era rival de la que él mismo había propuesto. ¿Cómo es posible entonces que todo eso suceda sin que nos demos cuenta? Dos son las razones: esos eventos ocurren (por fortuna) muy lejos de nosotros y, nuestra existencia transcurre en un lapso de tiempo insignificante de la historia del Universo.

Manifestación de la violencia en el Cosmos son las supernovas, explosiones estelares relativamente poco frecuentes que producen un destello de luz tan intenso, que puede llegar a superar el brillo de todas las estrellas de una galaxia entera (en nuestra Vía Láctea hay unas 200.000 millones de ellas). Estas explosiones inyectan en el espacio los elementos químicos que se fueron formando en los hornos estelares; fue así como llegaron a nuestro planeta los átomos para la vida. Sin esos violentos sucesos no estaríamos aquí y ahora.

En determinadas circunstancias el residuo de una estrella que explotó forma un objeto llamado púlsar (que es una estrella hecha de neutrones). Los púlsares fueron descubiertos accidentalmente en 1967 por la astrónoma irlandesa Jocelyn Bell Burnell y su colega inglés Antony Hewish, quienes en su telescopio captaron unas señales de radio que llegaban a intervalos muy regulares. Emocionados, los astrónomos creyeron haber entrado en contacto con alguna civilización extraterrestre. La frustración llegaría rápidamente cuando esas mismas señales se captaron desde diversas direcciones del cielo. La inteligencia seguía siendo, por ahora, extrañamente local. En los púlsares la materia está tan extraordinariamente comprimida que una cucharadita de ella pesaría millones de toneladas. Esos objetos astronómicos son relativamente pequeños: tienen tan solo unas decenas de kilómetros de diámetro y giran a gran velocidad emitiendo regularmente chorros de radiación electromagnética (rayos X, ondas de radio, rayos gamma) en cada rotación. Algunos púlsares llegan a girar unas mil veces por segundo.

El violento final de estrellas mucho más masivas que nuestro Sol da origen a uno de los objetos más insólitos del Universo: un agujero negro, nombre acuñado en la década de los años 1960 por el físico norteamericano John Wheeler. Este extraño objeto astronómico puede definirse como una región del espacio-tiempo donde la fuerza de gravedad es tan intensa que nada, ni siquiera la luz (cuya velocidad es de 300.000 Km/seg), puede escapar de su interior. Es un agujero en el sentido de que las cosas que caen en él no tienen opción de volver a salir y es negro, porque la luz no puede escapar de allí; por eso no lo podemos ver. En junio de 2011 se reportó que un kraken cósmico de estos tiene 2000 millones de veces la masa del Sol y existe desde hace 13.000 millones de años, es decir, desde instantes después del Big-bang. Para tener una idea de la descomunal fuerza de atracción que ejerce un agujero negro, comparemos la velocidad de la luz con la velocidad que necesita alcanzar un cohete para escapar de nuestro planeta: para vencer la fuerza de gravedad de la Tierra la nave espacial debe llegar a una velocidad de unos 40.000 Km/h; en Júpiter dicha velocidad es de unos 200.000 Km/h, mientras que en la Luna es de 8600 Km/h.

La idea de los agujeros negros se remonta a hace más de dos siglos, pero su existencia (obtenida a partir de los efectos gravitacionales observados sobre objetos que están a su alrededor) se vino a confirmar en la segunda mitad del siglo pasado. Apoyándose en el concepto de velocidad de escape el clérigo inglés John Michell, quien además era geólogo y astrónomo aficionado, en 1783 encontró, apoyándose en las leyes de Newton, que una partícula debía adquirir una velocidad muy elevada para escapar de la superficie del Sol. Michell argumentó que podía existir una estrella mucho más masiva que el Sol con una gravedad superficial tan intensa, que ni siquiera la luz pudiese escapar de ella. En 1799, el matemático francés Pierre Simon de Laplace llegó a una predicción semejante.

Otro evento particularmente violento del Cosmos lo constituyen las explosiones de rayos gamma (GRB, por sus siglas en inglés), que son los fenómenos más luminosos y energéticos del Universo. Estas explosiones pueden durar muy poco, una fracción de segundo, o ser más duraderas, entre 30 y 1000 segundos. Las GRB se producen en regiones al azar del cielo por lo que es muy difícil predecir cuándo y dónde sucederán. Es tanta la energía que se libera en una GRB que durante una de ellas se produjo en unos pocos segundos, cientos de veces la energía que el Sol ha radiado en todos los 5.000 millones de años que lleva de existencia. Estos pocos ejemplos muestran que la violencia también es la partera de la naturaleza.

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