La obsesión por cuantificar lo incuantificable, por comparar lo incomparable, propia de esa programación anodina y superficial de canales como “History Channel” o “Discovery”, parece haberse extendido hasta el ámbito académico.
Por: Klaus Ziegler
En el mismo espíritu de “Los diez más”, expertos en informática de la Universidad de Indiana desarrollaron una nueva herramienta de medición, “Scholarometer”, capaz de discriminar entre las grandes luminarias a los pensadores más influyentes, sumando científicos y humanistas por igual. El primer lugar correspondió a Sigmund Freud, “el más extremo”, según la fórmula, seguido de un pososcurantista, Jaques Derrida. El tercer escaño quedó reservado para un experto en dietas y el cuarto para un gran sicólogo, Jean Piaget.
Bajo la nueva métrica, Einstein no figura ni siquiera en el décimo lugar de la clasificación. Tampoco aparecen los padres de la mecánica cuántica, ni Watson ni Crick, ni ninguno de los íconos de la ciencia del siglo XX. Entre los elegidos no brillan los artífices de los antibióticos, ni los pioneros de las vacunas, ni los padres de la genética moderna. El transistor, los circuitos integrados, el computador, la internet, el láser, la resonancia magnética, los polímeros, los plásticos, los fármacos sintéticos…, todo aquello que caracteriza la ciencia y la tecnología de los últimos dos siglos palidece al lado del Complejo de Edipo, de la Teoría de los sueños, y luce bien lánguido al comparárselo con las propuestas filosóficas del vocero del deconstruccionismo.
No hay duda, el padre del sicoanálisis podría ser el autor más citado de la historia reciente. Otro asunto es que ello constituya prueba indirecta de la trascendencia de sus contribuciones o del valor de sus ideas. Con criterios similares, el éxito comercial serviría como medida de la calidad intelectual de un autor. Si así fuera, Chopra y Coelho tendrían que figurar entre los grandes intelectuales contemporáneos.
Calificar a Freud de científico es, para comenzar, un absurdo. El Complejo de Edipo, piedra angular del sicoanálisis freudiano, es una fantasía sin realidad empírica alguna, al igual que “La envidia del pene” o el “Complejo de Electra”. Ni la “Interpretación de los sueños” ni la “Libre asociación” tienen la menor validez científica. Tampoco posee sustento empírico la idea de que el inconsciente sea un reservorio de experiencias infantiles traumáticas reprimidas o sublimadas que influyan de manera constante en nuestra conducta.
Ni la depresión ni la esquizofrenia corresponden a desórdenes narcisistas o a conflictos no resueltos. La teoría resulta tan absurda como atribuir la causa de la insuficiencia cardíaca a un «conflicto masturbatorio». Pero la teoría no solo es errada, sino perversa, pues serían “madres esquizogénicas” las responsables de los trastornos síquicos de su prole. Es difícil desestimar el sufrimiento de tantas mujeres convencidas de ser culpables de la locura o del autismo de sus hijos. Estas sandeces resultan hoy inaceptables, máxime cuando empieza a conocerse el origen neurofisiológico de estas enfermedades. Las teorías de Freud reflejan los prejuicios de una época en la que se consideraba a las mujeres seres inferiores, y a la homosexualidad, una degeneración.
Pero es el carácter dogmático, cerrado y completo de la doctrina freudiana lo que la convierte en un objeto terminal, en un dinosaurio del mundo de las ideas. Si la siquiatría moderna pudo desarrollarse no fue gracias a la teoría sicoanalítica, sino a pesar de ella. La historia de la ciencia ofrece un sinnúmero de teorías falsa las cuales jugaron un papel histórico significativo, pues aunque fueron refutadas sirvieron no obstante de estímulo para el desarrollo científico posterior. Del sicoanálisis ni siquiera podríamos afirmar algo semejante, pues se trata de una seudociencia blindada, y no es concebible experimento alguno que la refute.
Y en cuanto a Freud, fueron los mismos sicoanalistas quienes desenmascararon sus fabricaciones. Protegido por el secreto médico, Freud gozó de licencia para distorsionar y sesgar la información a su antojo. Sólo en épocas recientes se han identificado los verdaderos personajes detrás de los seudónimos, «Cecilia M.», “El Hombre de los Lobos», “El Pequeño Hans». La trágica realidad es que ninguno de estos individuos se curó, en contradicción con la historia oficial, y a pesar de años de terapia sicoanalítica.
Y no son propiamente sus contradictores quienes han denunciado sus abusos. Sicoanalistas tan respetables como Jacques Van Rillaer o historiadores como Mikkel Borch-Jacobsen se han encargado de contarnos cómo Freud falsificó y tergiversó sus observaciones clínicas en aras de apoyar sus elucubraciones. Hoy se sabe, por ejemplo, que Freud jamás confirmó su teoría de la sexualidad mediante la observación directa de los niños, ni descubrió el Complejo de Edipo sobre la base de falsos recuerdos de seducción paterna, como ha señalado Frank Cioffi en su ensayo «Freud y la cuestión de la seudociencia».
El sicoanálisis como disciplina ha desaparecido casi por completo del mundo académico respetable. Si en la década de 1970 no había un solo departamento de sicología que no estuviese bajo la autoridad de sicoanalistas, hoy, al menos en el mundo anglosajón, su presencia e influencia es insignificante. A excepción de Buenos Aires, París y de algunos reductos en Brasil, en ningún centro académico de importancia se enseña sicoanálisis como parte de los currículos de siquiatría o sicología, de la misma manera que ni la homeopatía ni la bioenergética hacen parte de la formación médico-científica contemporánea. De ahí que los sicoanalistas se asemejen cada vez más a una cofradía cerrada. Aislados de la comunidad científica, permanecen ajenos y displicentes ante los avances de la neurología, e imperturbables ante los logros de la fármaco-siquiatría. Y no es precisamente debido a la terapia sicoanalítica que miles de esquizofrénicos y maniacodepresivos pueden llevar hoy una existencia soportable.
A Freud podríamos reconocerle su talento literario, su arrojo, su determinación. Pero interpretar el cociente entre el número de citas y la producción media en su campo como prueba de la trascendencia de sus ideas resulta tan elemental como esos índices de felicidad para determinar el país más feliz del mundo, o de maldad, para saber quién es más abominable entre Hitler y Nerón.
El Espectador.