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Lavoisier: Grandes éxitos de la Química Barroca

Sep 19, 2016

Por: Francisco Doménech (@fucolin) OpenMind, 26 de agosto de 2016 En sus primeros cien años, la Química había dado muchos tumbos. Algunos químicos seguían con mentalidad de alquimista, como el que descubrió el fósforo por casualidad buscando oro, en la orina. Como en la Edad Media, hablaban de aceite de vitriolo en lugar de ácido […]

Por: Francisco Doménech (@fucolin)

OpenMind, 26 de agosto de 2016

En sus primeros cien años, la Química había dado muchos tumbos. Algunos químicos seguían con mentalidad de alquimista, como el que descubrió el fósforo por casualidad buscando oro, en la orina. Como en la Edad Media, hablaban de aceite de vitriolo en lugar de ácido sulfúrico y recurrían a una sustancia imaginaria, el flogisto, para tapar los agujeros de unas teorías que no habían cambiado desde de la Grecia antigua. Antoine de Lavoisier logró sacar a la Química de aquel callejón sin salida pero, pese a ser un revolucionario científico, murió guillotinado en 1794 porque en la Revolución Francesa cayó en el bando equivocado. Nacido en una rica familia parisina, heredó una fortuna a los 25 años, recién admitido en la Academia de las Ciencias, y decidió invertir en una compañía privada que recaudaba impuestos para el Estado y se ensañaba con los pobres.

Ese mismo negocio que le llevó a la guillotina le permitió montar el mejor laboratorio privado de la época sin reparar en gastos. Le obsesionaba medir y pesar todo con exactitud y así derribó las creencias en la vieja teoría de los cuatro elementos (aire, agua, tierra y fuego), según la cual el agua podía transmutarse en tierra. Al hervir agua durante mucho tiempo aparecía un residuo sólido en el fondo del recipiente, así que ¿cómo atreverse a dudar de la evidencia? Lavoisier lo hizo y, con sus precisos experimentos, demostró que el recipiente de vidrio perdía un peso igual al del sedimento que aparecía.

Siguió prosperando al casarse con la hija de un directivo de su compañía. Hicieron muy buena pareja en el laboratorio: ella tomaba notas de sus experimentos, le dibujaba las ilustraciones y le traducía artículos científicos en inglés. Juntos abordaron el tema candente de la química del siglo XVIII: ¿por qué unas cosas arden y pierden peso al calentarlas, mientras que otras, los metales, se cubren de óxido y ganan peso? Lavoisier sospechó que lo que ganaban los metales lo perdía el aire y siguió las pistas dejadas por otros químicos.

Se perdió varias veces y se equivocó otras tantas, hasta que el inglés Priestley le habló de una nueva clase de aire, que hacía que las cosas ardieran mejor, o se oxidaran antes, y con la que los ratones sobrevivían el doble de tiempo y muy activos en un recipiente sellado. Lavoisier repitió los experimentos de Priestley y se apropió del descubrimiento de ese nuevo elemento que formaba parte del aire y al que llamó oxígeno (“generador de ácido”, en griego), creyendo por error que estaba presente en todos los ácidos.

De error en error, llegó al acierto final: su “Tratado elemental de química” (1789), publicado el año de la Revolución Francesa. En él explicó que la combustión, la oxidación de los metales y la respiración de los animales son en realidad un mismo tipo de procesos: reacciones en las que se consume oxígeno. Al experimentar en recipientes cerrados, comprendió que en las reacciones químicas no se perdía ni ganaba peso. Puedes quemar esta hoja y convertirla en humo y cenizas, pero la cantidad total de materia sigue siendo la misma: se puede transformar, pero no eliminar. Es la ley de la conservación de la masa de Lavoisier, la primera teoría científica que tuvo la Química.

También les dio a las sustancias químicas sus nombres modernos y creó la primera tabla de los elementos, en la que ya no estaban aire y agua, pero todavía incluía la luz y el calor. A pesar de sus errores y de que no descubrió ningún elemento, supo recopilar los descubrimientos de otros y darles un sentido que no tenían por separado. Al día siguiente de su ejecución, el matemático Lagrange lo recordó así: «Bastó un instante para cortar esa cabeza, y cien años puede que no sean suficientes para dar otra igual».

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