Pese al ruido político, el acuerdo no está suspendido: jurídicamente sigue en vigor. Sin embargo, los resultados acumulados tras trece años de implementación evidencian un balance negativo para la economía nacional, que trasciende coyunturas diplomáticas y apunta a problemas estructurales del modelo comercial colombiano.
Desde su entrada en vigor, el 15 de mayo de 2012, el TLC no ha impulsado la diversificación productiva ni el fortalecimiento de la industria. Por el contrario, ha consolidado la dependencia de bienes primarios, profundizado el déficit comercial y limitado la capacidad del Estado para orientar la inversión extranjera hacia objetivos de desarrollo nacional.
El tratado sigue vigente, pero sin beneficios equitativos
Diversas entidades gremiales y académicas han insistido en que el tratado no puede suspenderse de forma unilateral. Sin embargo, que siga vigente no significa que funcione favorablemente para Colombia.
El país pasó de un superávit comercial promedio de USD 3.900 millones antes del TLC a un déficit promedio anual de USD 463 millones durante su vigencia. Si se incluyen los costos logísticos y de transporte, el déficit asciende a más de USD 1.500 millones al año.
El 78% de las exportaciones colombianas hacia Estados Unidos sigue concentrado en productos minero-energéticos, oro, café, flores y banano, mientras que las manufacturas y los bienes agrícolas con valor agregado apenas representan una fracción marginal. En contraste, Estados Unidos ha multiplicado sus ventas de maíz, soya y trigo subsidiados, afectando la producción local y agravando la crisis del agro colombiano.
Presiones sistemáticas y pérdida de soberanía regulatoria
El TLC ha profundizado las asimetrías estructurales entre ambas economías. Estados Unidos ha utilizado el acuerdo como herramienta para presionar cambios en la normativa colombiana, especialmente en temas de propiedad intelectual, compras públicas, regulación sanitaria y comercio digital.
Los Informes de Barreras Comerciales Extranjeras (USTR) de 2024 y 2025, detallan cómo Washington exige mayor apertura en defensa, flexibilización de normas sanitarias para sus exportaciones agropecuarias y eliminación de impuestos a las plataformas digitales. Estas exigencias, lejos de promover la cooperación, restringen la autonomía del Estado colombiano y lo obligan a adaptar su legislación a intereses externos.
La promesa incumplida de la renegociación
El gobierno de Gustavo Petro prometió revisar el TLC y corregir sus desequilibrios, en especial el Capítulo X sobre inversiones. Sin embargo, la llamada “renegociación” se redujo a una nota interpretativa sin efectos vinculantes, que mantuvo intactas las cláusulas que permiten la libre transferencia de utilidades al exterior y limitan la posibilidad de exigir contenido nacional, transferencia tecnológica o contratación local.
En la práctica, Colombia sigue subordinada al marco de arbitraje internacional del CIADI, y su capacidad para promover una inversión con sentido productivo y social continúa severamente restringida.
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Industria y agro: los sectores más golpeados
El TLC ha contribuido a la desindustrialización del país. La participación de la industria manufacturera en el PIB pasó del 15,2 % en 2007 al 11,1 % en 2024, mientras las importaciones de bienes intermedios y de consumo aumentaron su peso en el mercado interno.
Los sectores que antes generaban empleo formal (textiles, confecciones, metalmecánica, autopartes) han sido desplazados por productos importados, muchos de ellos subsidiados en Estados Unidos.
El comercio agrícola tampoco se ha beneficiado: el 87% de las exportaciones agropecuarias (sin contar el café) se concentra en flores y banano, mientras que el ingreso de nuevos productos (como aguacate, mango o carne) ha sido mínimo frente a las importaciones masivas de granos básicos.
Trump y la continuidad de un modelo desigual
La imposición de aranceles del 10% por parte de la administración Trump no constituye una suspensión del TLC, pero sí acentúa su carácter asimétrico. Estados Unidos mantiene amplios márgenes de protección para sus sectores estratégicos mientras exige apertura total a sus socios. Además, ha vinculado las relaciones comerciales con temas ajenos al intercambio económico, como migración, política antidrogas o cooperación militar, ampliando así el margen de condicionamiento sobre la política interna colombiana.
En ese contexto, las negociaciones recientes se han desarrollado por fuera de los mecanismos formales del tratado, sin una estrategia nacional coherente y sin exigir reciprocidad.
Una política comercial sin rumbo
Los trece años del TLC con Estados Unidos demuestran que el acceso preferencial a mercados no garantiza desarrollo. Colombia no ha logrado aumentar su participación en las importaciones estadounidenses (pasó del 1,08 % en 2012 al 0,58 % en 2022) y continúa concentrando sus ventas en bienes primarios.
La ausencia de una política industrial activa, la falta de inversión en innovación y la renuncia a instrumentos de protección selectiva explican la pérdida de competitividad y el estancamiento exportador.
La discusión actual sobre la “suspensión” del TLC no debe distraer del problema estructural: el tratado ha consolidado un modelo de inserción subordinada que limita la soberanía económica, la autonomía regulatoria y la capacidad de generación de empleo formal.
Replantear el rumbo: una agenda para el desarrollo nacional
Es urgente replantear la política comercial de Colombia. Esto implica avanzar hacia una renegociación integral del TLC, acompañada de una estrategia de diversificación productiva, fortalecimiento del mercado interno y fomento a la industria y al agro nacional.
Un acuerdo comercial solo puede ser sostenible si promueve la equidad, el valor agregado y la soberanía productiva. La prioridad del país debe ser recuperar la capacidad de definir su propio modelo de desarrollo, no adaptarse a los intereses de otros.
La coyuntura actual, marcada por la tensión diplomática con Washington, debe servir como punto de partida para un debate serio sobre el rumbo del comercio exterior colombiano, sus límites y las alternativas para construir una economía más justa, sólida y sostenible.








